Leyendo Kazbek, del ecuatoriano Leonardo Valencia, me encuentro dos veces con el nombre de Peter Greenaway y una señal de alarma se enciende en el fondo de mi cerebro. Greenaway, cineasta, videasta, artista plástico, escritor y vaya uno a saber qué otras ocupaciones, tuvo su cuarto de hora de fama internacional a fines de los ochenta. Su celebridad llegó a la Argentina, donde sus feas películas, que mezclaban el kitsch intelectual con el morbo, tuvieron un éxito apreciable. Recuerdo en especial una de ellas, Drowning by numbers, en la que en cada plano aparecía un número que coincidía con su orden correlativo, una obra forzada para ajustarse a un procedimiento tan arbitrario como banal. Greenaway falsificaba películas pero llegaba más lejos: era un impostor. Para ilustrar la diferencia, tomemos un ejemplo de otra disciplina. Antes (y aun después) de las elecciones del domingo pasado hubo varios encuestadores que inventaron resultados. Pero sólo uno de ellos, llamémoslo Arturo Ladri, llevó el simulacro al extremo de proclamar que la falsificación al servicio de sus patrones era inherente a su tarea. Aunque Ladri inventaba cada día un pronóstico distinto, sus admiradores –que son legión– lo aplaudían a rabiar, lo entrevistaban por radio y televisión y requerían sus opiniones aun sabiendo que el individuo mentía por sistema. Mientras que un falsificador se conforma con engañar a los expertos y hacer pasar lo falso por verdadero, Ladri intenta algo mucho más ambicioso: redefinir su trabajo para que distinguir la diferencia resulte irrelevante. Algo parecido hacía Greenaway, que no trataba, como muchos de sus colegas, de hacer pasar por buenas películas malas, sino redefinir el cine como una forma rígida saturada de objetos arbitrarios, apenas conectados por ideas grandilocuentes.
Valencia cita una de ellas: “Tenía razón Peter Greenaway: la tinta es la segunda sangre del mundo”, una metáfora muy representativa del estilo Greenaway, mezcla de truculencia y pomposidad. Valencia, sin embargo, es más un falsificador que un impostor, ya que trabaja sobre una fórmula probada: la instalación literaria, un género cada vez más practicado y que, como su contrapartida audiovisual, consiste a grandes rasgos en la acumulación de fragmentos conectados por un tema o una narración débil. La literatura, con su falta de soporte material (lo de la tinta de Greenaway es chapucero aun en ese sentido), nunca deja de ser una falsificación, una fabricación de objetos apócrifos. Pero los instaladores literarios, siempre atentos a lo que ocurre en otras disciplinas, evitan la angustia frente al vacío ontológico del texto mediante dos tácticas opuestas: la abstracción extrema y la apelación a la imagen. Por un lado, Valencia pone en abismo su libro de dos maneras distintas. La narración habla del encargo de acompañar dieciséis dibujos de escarabajos a cargo de un artista llamado Peer y en Kazbek aparecen efectivamente los escarabajos y sus comentarios, que combinan la descripción de los bichos con metáforas sobre la escritura del tipo: “Tu cuerpo es una lanza florida que desgarra la carne de lo verosímil”. Ay.
Por otra parte, Valencia construye en su pequeño libro una tipología de los libros pequeños en oposición a la gran novela. Los “libros de pequeño formato” deben cumplir con nueve reglas, cursilerías tales como ser “un libro que crea silencio para escuchar cómo fluye la fuente”.
A Valencia le gustan las enumeraciones como a su maestro Greenaway, y así compila una lista de sesenta libros chicos que poco tienen que ver entre sí y conforman, más que un canon, un puzzle de coleccionista. Entre esos libros está Bartleby y compañía, de Vila-Matas, y Shiki Nagoya, de Bellatin, dos obras que le sirven a Valencia de inspiración, aunque Kazbek elude la angustia y el delirio que acechan a sus modelos. Su trabajo de cortar, pegar, citar y ordenar prohíbe las emociones propias.