Hace tiempo, mucho antes de que los funcionarios decidieran repartir libros en las playas y las canchas de fútbol, Alejandro Dolina imaginó un acto de promoción cultural llamado “Teatro obligatorio”, cuyas características son más o menos las siguientes: una compañía dramática estatal irrumpe en una casa a las tres de la mañana, despierta a los habitantes y los deleita con una función de Ricardo III. En San Clemente, siempre más modesto en sus ambiciones, el verano nos trae, junto con el calor y los turistas, un espectáculo que se desarrolla en la plaza de enfrente. Primero una banda de rock, especialista en versiones de los viejos éxitos de Creedence Clearwater Revival, y luego un dúo de animadores infantiles, cuya eficacia se apoya en hacer aplaudir sin descanso a los espectadores, se instalan cada día a metros de nuestra ventana. Desde el 1º de enero hasta el 28 de febrero, y durante seis horas a partir de las ocho de la noche, estos artistas, auspiciados por la Secretaría de Cultura del municipio, nos obsequian sesenta veces por año el mismo recital que, gracias a un potente equipo de sonido, se escucha con toda claridad en el jardín, el comedor y el dormitorio.
Pero este año, las autoridades del Partido de la Costa decidieron remodelar la plaza y lo hicieron con gran despliegue. En pocos días la dotaron de una gran extensión de césped, de una fuente, de canteros floridos, y hasta arreglaron un enorme reloj que nunca había funcionado. Entre las mejoras se encuentran un tobogán, un sube y baja y un juego de hamacas que ocupan el lugar donde solían transcurrir los recitales, por lo que los juegos infantiles dificultarán seriamente los shows para la próxima temporada. Pero si, como consecuencia del progreso, la música municipal dejará de ser una presencia transitoria, las artes visuales se han instalado en forma definitiva en nuestras vidas. Desde hace unos días, cada vez que nos asomamos a la ventana, cada vez que salimos a la puerta, nos enfrentamos con Las manos. En realidad, son dos brazos dispuestos sobre un cubo blanco, cercenados a la altura del codo, pintados de azul y coronados por dos manos enormes que se elevan al cielo y están unidas por una cadena de hierro oxidado. El estilo grotesco, caricatural, desmesurado, recuerda un poco a la cabeza de Geniol, aquella propaganda ambulante que amenizó nuestra infancia. Hay quien afirma que se trata de un homenaje a las víctimas de la dictadura argentina, aunque la mutilación hace pensar más bien en Víctor Jara o en Juan Domingo Perón, y el tamaño en Edmundo Rivero. Pero la obra, según la placa correspondiente, se llama La liberación de las artes. Está firmada por seis apellidos y la leyenda “Bellas Artes 2º Pol. 2005”.
A unos metros de esta plaza hay otra, una plazoleta más bien, que desde 1980 está adornada por un gran globo terráqueo donado por el Rotary Club en su 75º aniversario. Sobre el mapamundi, una línea de puntos conecta nuestra San Clemente del Tuyú con su homónima californiana, famosa porque Richard Nixon pasó allí sus últimos años. Es difícil determinar cuál de las dos esculturas es más fea. Por un lado, tenemos el convencional mamotreto rotariano, cuya buena voluntad y espíritu cívico coinciden en el tiempo con los cadáveres de la ESMA que el mar traía hasta la playa. Por el otro, están las manos con su alegoría irresponsable, tan a tono con el optimismo denunciador y truculento de esta época. En cada momento, el poder hace lo posible por demarcar su territorio, y siempre resulta que es el que los ciudadanos creían propio. Una de las pocas ventajas de las épocas de pobreza pública es que nadie se ocupa del arte y éste queda, por así decirlo, separado del Estado. Pero la prosperidad municipal suele venir acompañada por la imposición de un gusto, y ya se sabe que no hay nada más aberrante en materia estética que las ideas de los gobernantes. Así lo atestigua la inmensa mayoría de las plazas del planeta.