El autolesionismo es una desviación del instinto agresivo que genera en algunas personas una disposición a provocarse a sí mismas lesiones o enfermedades. El fenómeno pertenece al campo de la psiquiatría y no de la política. Pero según aclaró Ceferino Reato, los italianos usan esa palabra “para referirse a ese hábito o esa vocación de algunos de sus habitantes de criticar casi todo lo que sucede en la bella Italia”. No es algo que nos resulte ajeno a los argentinos. En particular, muchos medios y políticos ven en nuestros vecinos o en otros países del planeta una manifestación absoluta de la sabiduría y la prudencia que a nosotros nos andarían escaseando. Para algunos hemos pasado del paraíso neoliberal de los ochenta al purgatorio radical que se inicia en 1916 y después, desde 1945, al infierno peronista. Tal vez esta propensión escatológica a ver el paraíso en otros países se deba más bien a que se niegan a reivindicar públicamente alguna etapa de nuestro pasado político inmediato: según parece, a ningún antiperonista le conviene hablar de los últimos 34 años.
Sin embargo, una mirada de largo plazo permitiría poner las cosas en perspectiva. En mayo de 1910 la Argentina celebró con pompa inédita su “centenario”. Se inauguraron edificios y plazas, se realizaron desfiles y actos, pero lo que más se buscó ostentar fue el orgullo por haber forjado una nación destinada a disfrutar de un futuro grandioso. Las exposiciones de la Industria y de Ferrocarriles y Transportes Terrestres asombraron a los ilustres visitantes extranjeros con los más importantes adelantos tecnológicos. Mientras, millones de argentinos permanecían en una miseria atroz, las enfermedades endémicas asolaban a los habitantes de las provincias del norte y la violencia y la represión salvaje se extendía por las ciudades. Pero los dirigentes conservadores de aquella época igual se consideraban los mentores del progreso nacional, y por eso practicaban el fraude electoral a la luz del día y violaban los más elementales derechos políticos de la oposición. Esa actitud inmodesta de hace cien años coincide claramente con el ánimo actual de ese mismo sector privilegiado que no deja aún de lamentarse por los efectos de “la integración política de las masas”.
De hecho, este Bicentenario podría servir para revisar las etapas de la historia en que sectores importantes de la población eligieron denigrar lo propio y ensalzar lo ajeno, casi siempre por pésimos motivos de política interna. También, al igual que en otros países latinoamericanos, existieron sectores económicamente poderosos que buscaron diferenciarse racialmente del resto de la población. Adjudicaron a ésta un sinnúmero de prejuicios y se lamentaron porque supuestamente estos recelos explicaban que nuestro país careciera de usos y costumbres propios de las principales potencias mundiales. Algunos de los héroes de la historia oficial fueron maestros en el arte del autolesionismo.
El renacimiento de esta corriente no se explica sólo por la actitud visiblemente ofuscada de algunos medios y políticos que han abandonado toda fineza, sino que esta disposición se entronca con otras dos tendencias culturales que desde hace décadas vienen colonizando la mente de los argentinos. En primer lugar, los economistas –tal vez porque su disciplina se presenta como “la ciencia de la escasez”– nos han enseñado a pensar en términos de lo que nos falta y no de lo que tenemos. Si hubiera que hacerle caso a sus pronósticos y proyecciones, hace años que nos habríamos extinguido. Pero por alguna razón seguimos acá: hay millones de hechos cotidianos provocados por afectos, ideales, solidaridades, pasiones y esperanzas fundadas, que aunque el pensamiento economicista no los pondere, permiten que nuestro país siga siendo digno de ser amado. Si –a diferencia de la economía– la política consiste en hacer públicamente visibles las realidades que están siendo omitidas, esto no sólo supone incorporar las demandas postergadas, sino también iluminar los recursos ocultos, las hazañas periódicas, las vocaciones solidarias y aún los sueños incumplidos.
Por otro lado, cierta izquierda cultural –hoy llamada “progresista”– ha difundido una actitud de hastío y desesperanza que sospecha sistemáticamente de cualquier decisión política concreta, y hasta de cualquier apasionamiento. El fracaso de nuestro país es el único hecho que puede honrar sus altos ideales. En nombre de la transformación construyeron una ortodoxia tan abstracta que resulta imposible que pueda servir como guía para la práctica, pero que sí sirve para desentenderse de opciones políticas concretas. Las consecuencias de esta postura son las mismas que las del obstruccionismo salvaje, del elitismo racial o del economicismo: una visión patética de nuestro país.
El Bicentenario puede ser entonces una oportunidad para repasar aquellos otros hechos y proyectos históricos aún vigentes que nos dan a los argentinos razones para enorgullecernos. Esto no significa caer en un nacionalismo banal, sino entender que nuestra identidad se puede afirmar sobre valores positivos. Nos debemos una recuperación de nuestra continuidad histórica. Eso requiere que honremos nuestro pasado, no para volver atrás, sino para hallar en él las fuentes doctrinarias desde las cuales poder innovar. A la vez, debemos sublimar el futuro, no para convencernos de algún “destino manifiesto”, sino para encontrar en él las fuerzas que necesitamos para transitarlo felizmente.
En ninguna otra parte del mundo ha existido como en la Argentina una confluencia armoniosa de las razas menos contiguas. Hemos aprendido a fusionar estilos de vida y manifestaciones culturales. No existe otro lugar en el planeta en el cual se hayan entendido y amado tanta gente diferente por sus orígenes. No existe otra área geográfica más exenta del miedo a las diferencias entre las personas. Nuestra disposición es a sumar y no a excluir. Nuestra afirmación latinoamericanista espontánea de la hermandad universal es un modelo que podemos ofrecer a la comunidad internacional.
Incluso tuvimos logros importantes en el ámbito de la política, a pesar de quienes tienden a creer que tuvimos y tenemos los peores políticos del planeta. En determinadas etapas de nuestra historia hemos sido pioneros en políticas inclusivas, sociales, sanitarias, educativas, sindicales o previsionales. Consagramos derechos sociales que dieron origen a iniciativas políticas admiradas en muchos otros países. Hemos impulsado transformaciones en el sistema internacional y en el respeto por la soberanía de los pueblos. Aun con marchas y contramarchas, nuestra política democrática de derechos humanos no tiene nada que envidiarle a los países de América –ni mucho menos a los europeos–, y nuestros logros en igualdad de género son largamente superiores al conjunto de la región.
Al igual que en otros países latinoamericanos –y que en otras etapas de nuestra historia–, los autolesionistas buscan retomar el poder sembrando el pánico a los cuatro vientos. Si uno mira los noticieros por unos días, luego le costará creer que nuestra tasa de homicidios por habitante es levemente menor a la de Estados Unidos, o que México la duplica con creces y Brasil la quintuplica. No son datos del INDEC, sino de la Organización Mundial de la Salud. Si buscamos la evolución interanual de la tasa de homicidios en la Argentina, verificaremos que el promedio del último quinquenio fue un tercio menor a la de todos y cada uno de los años de la década de 1990. No son cifras de las que debamos vanagloriarnos, pero ponen en cuestión uno de los datos preferidos por quienes desean imponer una imagen negativa de nuestro país.
Por último, una explicación alternativa del autolesionismo podría centrarse en la “crisis de autoridad” que por todos lados se anuncia. Sin embargo, el argumento es redundante. El menoscabo de la “autoridad” se debe en buena medida a quienes han elegido renegar de nuestro pasado y abandonar completamente la disposición a proyectar el futuro. El debate político gira entonces mayoritariamente en un perpetuo presente de acusaciones e insultos, mientras el pasado es presentado como un glosario de culpas colectivas y el “futuro” como mucho llega hasta el fin de cada mandato presidencial.
El filósofo norteamericano Richard Rorty afirmaba que “el orgullo nacional es para los países lo que la autoestima para los individuos: una condición necesaria para su autorrealización”. La transformación que la política puede impulsar no se apoya sobre una pormenorizada descripción de la realidad, sino sobre el proyecto de nación que se quiere construir. Es a este proyecto que la política le debe lealtad, y no al conjunto de datos negativos que se puedan tener sobre nuestra actualidad. Los argentinos sabemos que hemos hecho cosas mal, e incluso que en algunas cosas no hemos mejorado, pero este conocimiento no debe ser tomado como la última palabra sobre lo que podemos llegar a ser, ni sobre las posibilidades que tenemos de ser felices en los próximos 200 años.