“Me iba, con los puños en mis bolsillos rotos…”. Así comienza uno de los poemas más bellos, del que soy protagonista. El que lo escribió me conocía hasta descosido. Metía las manos en mis adentros, buscando algún gesto perdido. No guardaba monedas, ni llaves; tampoco pañuelos o pipas. Me usaba para andar ladeado, entreteniéndose con las vocales. No le importaba llevar dinero, se protegía de la riqueza material. Lo suyo era una bohemia. Rimbaud me prefería bolsillo “roto”, por ahí podía escaparse, encontrar el revés de las poses. Otro poeta, genial pero zurcido, se desesperaba por enmendar los agujeros y evitar las fugas de su amigo. Algunos insistían en prestarle abrigos con bolsillos forrados. Rimbaud se desentendía de ellos, y volvía a recitarles su primer verso: “Los puños en mis bolsillos rotos”.
El poeta me quería así, estropeado. Yo era el trofeo de su pobreza. Pero ya no son tiempos de bohemia, la miseria le ha ganado. Nos han metido mano hasta agotarnos. Ni siquiera conservo vueltos ni billetes arrugados. Antes me buscaban como si guardara una sorpresa, revisándome con frenesí en los roperos. Ahora soy bolsillo flaco, de tiempos arrasados. Me conformo calentando las manos de quienes tienen frío, o protegiendo a los tímidos de sus propios gestos inútiles, cuando tamborilean sus dedos en mi interior.
La gente siempre anda buscando un bolsillo, aunque sea para certificar un vacío. Parecemos escondidos, abotonados, con ribete o cierre; adentro de un saco, a los lados, o estampados en el trasero. Somos los pequeños fondos que todos llevan puestos. ¿No sería más rico el mundo si los poetas gobernasen con “los puños en sus bolsillos rotos”?
Ojalá volviera a ser bolsillo de poeta, como el de Rimbaud antes de que desapareciera, llevándose su saco agujereado, por donde asomaban las estrellas de su hastío. En una de las últimas fotos se lo ve en África, oscurecido por el sol, con los brazos cruzados, ignorándome.