Y sí, se fue un maestro en el Día del Maestro. Este martes pasado murió un cantante extraordinario: Horacio Molina. Tenía lo que también a su manera tuvieron Elvis Presley y Frank Sinatra, era un compositor que no necesitaba componer, simplemente se apropiaba de las canciones. Flor de lino. La escucho una y otra vez en la voz de Molina y se parece bastante a un pedazo de eternidad, esa palabra que podemos decir desde el lenguaje pero no podemos concebir en la mente de forma total.
Así que Molina era mortal. En el slang de mi barrio, decir que algo era “mortal” significaba que era genial. “¿Escuchaste a Hendrix”, me decía algún amigo: “Es mortal”. Horacio Molina nació en Almagro y le gustaba contar que algunas tardes se escuchaba llegar el gol desde el teatro de cámara del Gasómetro hasta su casa. Se dedicó a cantar boleros, bossa nova y tango. Y a todo le imprimió un sincretismo personal. Sus tangos, que supongo los tangueros duros repudiarían, para mí son inolvidables (me acuerdo la cara de mi viejo cuando escuchó a Caetano Veloso cantando Mano a mano).
Sobre Molina, Federico Monjeau –un crack– escribió: “El tango es tratado casi con el ascetismo de la canción de cámara y, al mismo tiempo, con la desafectación más completa: el fraseo está orientado por el sentido melódico más puro, es como un cantor devocionalmente melódico que intrepreta con una desusada desenvoltura estilística”. Barrio de Belgrano, Grisel, Niebla del Riachuelo, Yuyo verde, Rubí, Romance de barrio, Naranjo en flor, en fin, un collar de cuentas hecho con la sensibilidad única de un orfebre hermoso.
Tuve la suerte de entrevistarlo. Simplemente quería conocerlo. Era un hombre delgado, elegante, al que me imagino, no sé por qué, siempre cantando de noche. Es en la noche cuando la voz de Molina da consuelo y emoción. La noche tiene algo moral que hace que la gente que la transita de manera elegante se vuelva impecable. Así que, de pie: el caballero de la noche asciende.