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El canto de Navidad

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Multitudinario festejo. Más de 5 millones de personas se agruparon en distintos puntos. | AFP

¿Qué parte no quedó clara de “No te lo puedo explicar/ porque no vas a entender”? Estos dos versos funcionan como mantra, coartada y explicación para alienígenas. La sonatina se impone berretísima –como toda astuta poesía– ante cualquier cordura, porque el acto de enunciación que la produce es muy complejo y se pierde entre los mucho pliegues del cerebro: el pueblo es una variable caótica.

Es martes y sigue el delirio. No habrá información objetiva del miércoles que dé cuenta formal de la caravana. Si son 16 los heridos entre cinco millones esto es un éxito, habría que vivir así todos los días. Un fenómeno físico demostrado es que los celulares fenecen cuando se los pone todos juntos; arman un embudo de videos, un Aleph de memes y de selfies que derrota cualquier banda de datos. Ya se enfriará la probeta en ebullición y las partículas volverán a un orden gris y estable, pero vivir en la turbulencia genera adicción y el espectador no cesa de pedir más, de inventarse que hay más en el destrozo y el delirio. Sucede en esto tanto teatro como en la mejor tragedia. “Teatro” es etimológicamente “un lugar para ver”. Hoy por hoy, “ver” es no sólo percibir, sino también imaginar: ya aprendimos a ver virtualidades como si fueran realidad. Si esa imaginación, además, es colectiva, las percepciones se materializan. Disiento con los que afirman que la realidad volverá a imponerse después de estos navideños días de insolación y sucundún: queda demostrado que un pueblo puede suspender la realidad y reemplazarla por una ilusión, un milagro. El 20 de diciembre de 2001 cede paso formal al de 2022; es imposible resistirse a leer el momento en esa clave. Claro que deben darse unas condiciones: que sea fútbol, que no dé lo mismo perder, que el azar haga lo suyo; pero si el martes se le pedía a ese pueblo en llagas suspender el pago al FMI (como la lógica y el sentido común dictan) el pueblo lo hacía.

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Ahora, ¿qué acto de heroísmo demacrado te lleva a tirarte de un puente para caer entre los pies de los guerreros? ¿Es una decisión individual o colectiva? ¿O etilizada? ¿Cómo es posible no saber el martes qué pasó con el probable cadáver del segundo corajudo que midió mal el tiro al arco? Caído entre millones de personas, nadie tuvo señal para informar su suerte. Y además el micro se iba. Corriendo. Como la tortuga contra la maldita liebre que –por unos días– se tiró a dormir en la Ricchieri, segura de poder ganar la carrera ante la Parca. Luego trascendió que el encamillado estaba preso por su arrojo.

Helicópteros, Berni, acampes, Papu Gómez haciendo volar guita, helicópteros pagados por quién sabe; ponga usted las perlas del collar en cualquier orden, que el poema recitará siempre su misma turbulencia, su perfecto caos primigenio. 

Los medios y las razones condenarán el festejo popular y los desmanes de jugadores y fanáticos como un daño. Pero callarán ante la celebración de la clase acomodada, que la fugó toda a bancos yanquis; ojo que también en estas jornadas se vio –no se vio– que allí estaba toda nuestra guita, ya que así celebran bien los ricos y educados.