Había pocos discos en mi casa de la infancia. Y de esos pocos, muchos eran de Joan Manuel Serrat. Lo cierto es que después la infancia y la casa se fueron acabando. No volví a canturrear esas canciones. Incluso las debo haber escuchado pocas veces. Probablemente, porque siempre estuvieron ahí.
En el año 1999 estrené una obra en la que había algo muy importante grabado en un casete (sí, había casetes en el 99), algo de un negocio turbio o unas mafias, nunca se entendía bien en la pieza, y para esta grabación, que era clave en el argumento, se había usado un casete con unas canciones viejas de Serrat. Era mi homenaje y mi desparpajo: sus canciones están siempre debajo de otras canciones, de otras cosas; están en una piel que nos arma y nos constituye.
Pero Serrat volvió esta semana a Buenos Aires. Y volvió para despedirse de nosotros. Y a hacerlo en persona, según sus propias palabras.
No solo estaban sus canciones en un lugar muy íntimo de mi memoria, también estaban en algún lugar muy íntimo de una gigantesca memoria colectiva. Pues bien, la semana pasada hicimos la ceremonia tribal de exponerla a plena luz de luna.
El recuerdo más reciente que tenía de Serrat fue con la crisis de Siria y un concierto de “Mediterráneo” con el que el artista donó su arte a una causa inesperada: aquella canción melancólica de juventud se reciclaba y engrandecía, al tiempo que el Mediterráneo se fue convirtiendo en una fosa común, la de tantos migrantes que buscan llegar a Europa por su confín más poético. La misma canción, las mismas inflexiones: la poesía persiste mientras el mundo se convierte en una trama mortal. Una canción que atraviesa la historia, la geografía y al mundo todo: es un video que me sigue helando la sangre, incluso más que las noticias reales y repetidas sobre la mala suerte de los migrantes. Que aquel Mediterráneo de la canción regrese así –y siempre– es un conjuro poderoso. Debería haber ablandado, por ejemplo, a las autoridades italianas, que hoy salen a perseguir criminalmente a los propietarios de embarcaciones europeos que ofrezcan rescate a los desafortunados migrantes. Pero no. El poder de la canción descansa solo en un núcleo simbólico. Pese a todos los intentos del Nano, el mundo sigue en guerra; a pesar de sus trucos de magia blanca, el fascismo avanza; y sin importar cuánto se impriman estas canciones en el inconsciente colectivo, el homo sapiens sigue empecinado en alcanzar su propia extinción.
Serrat cantó con voz intacta. Con entereza deslumbrante. Con estilo propio. Habló de todo cuanto lo constituye. Se canturreó para sí mismo y lo compartió con nosotros. Un aire de última vez se adosaba a esas canciones. Yo jamás había experimentado cosa semejante: la clara sensación de que ya nunca más se escucharían en su propia voz. Fui consciente en cuerpo y fibra de lo que significan el fin y la despedida. Es claro que en el teatro y en el concierto cada vez es única y siempre es la última vez. De eso se trata. Pero acá hubo algo más. Un sortilegio más hondo y más definitivo. Esta fue la última vez que entre esos tipos y él hubo algo personal; fue la última vez que Penélope esperó en la estación de tren con su bolsito de piel marrón a cuestas. Fue demoledor.
Bien consciente de esa fantasmagoría, Serrat, uno de los pocos brujos que nos van quedando a los niños que lo escuchamos desde hace tiempo, hizo todo lo posible por negar la nostalgia. “No sé qué les habrán dicho a ustedes”, dijo, “pero este no es mi último concierto, qué va”. Pero lo era, lo está siendo. Cuanto más intentaba alejar al espectro, más tangible se hacía la idea del final.
Seguro que ya he escuchado a otros cantantes pulsar el aire por última vez, pero ni ellos ni yo lo sabemos tan certeramente. ¿Volveré quizás a oír en vivo a Roger Waters, a Nick Cave o a Björk alguna vez y en estos pagos? Acá, el Nano y yo lo sabíamos. Y no nos dijimos nada; más bien, hicimos todo lo posible por no decirnos nada.
Son canciones que no pude cantar al calor del Movistar Arena porque no podía recordar sus letras, lo que equivale a decir: las recordaba enteras y cada trozo era al mismo tiempo una revelación de luz, una primera vez. Canciones que el olvido quiso se me empezaran a antojar ahora mismo eternas. Serrat se retira y nos endosa una enorme responsabilidad: esas canciones durarán lo que dure nuestra mala memoria.