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descenso

El resto de qué

 Miguel Etchecolatz 20220530
Director de Investigaciones de la Policía Bonaerense durante la dictadura. | NA

Mientras que Argentina, 1985 exporta a todos los públicos del mundo una proeza cívica, la del país que llevó a juicio a sus verdugos en medio de un panorama tan complejo como el de otros lares donde no se hizo, la aparición de la nouvelle Echar el resto, de Javier Ponce, viene a ofrecer –seguramente por azar– una mirada menos ilusionada de la misma postal histórica. Digo por azar: el protagonista de este perturbador relato es un ludópata, aficionado por vía sanguínea a bingos decadentes y maquinitas tragamonedas. Pero Javier Ponce superpone el desastre de un alma individual a la circunstancia extraordinaria: quien narra trabaja como camarógrafo (igual que el autor) y es el encargado de enfocar la lente sobre el represor Etchecolatz durante los días que duró el juicio.

Él y su presa se observan, ambos partes de una burocracia necesaria, sin más épica que la de las horas muertas. Como contracara del film de Mitre, el relato de Ponce se oscurece con el veneno de ida y vuelta de esas miradas de derrota y pesimismo. Ambos personajes están muy en la mala; uno ya lo sabe, el otro apenas lo sospecha.

Me gusta mucho el pesimismo sin tregua de esta novela. Y más me gusta haberme topado con ella de casualidad, o algo parecido. Resulta que compartimos una doble página en un suplemento cultural en el que me entrevistaron por mi obra de teatro; yo di en leer la nota a Ponce, y él, vecino en el papel, se ve que leyó la mía; vino al teatro presuponiendo una afinidad y me dejó su novela. ¡Así deberían funcionar siempre los suplementos culturales! Como un plano inclinado que empujara unas miradas sobre otras. Después de todo, la creación es un acto de superposición de aspectos antes aislados. Pero hace tiempo que estos cruces no suceden. Los festivales de cine o de teatro consideran ahorro el invitarte por el día de tu función; luego te despachan, con lo cual los contactos entre artistas son escasos y todos nos sentimos parte de una cadena de consumo cultural que nos hace apenas proveedores de un público, de unos consumidores.

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¿Qué necesidad tenía Ponce de enmarcar su descenso a los infiernos en medio de la condena al represor? ¿Con qué derecho le presta así el porte roto de su personaje a la derrota del milico a quien todos queremos tras las rejas? Un gesto íntimo, genial, atroz; una voz narrativa seca y filosa que en la solapa del libro afirma encontrarse incluido en el SIRA (Sistema Informático del Registro de Autoexclusión) de la Lotería de la Ciudad de Buenos Aires, haciéndonos dudar de si tal cosa existe realmente, o de si hay esperanza en algún lado.