Si algo no se puede decir del fiscal rionegrino Daniel Zornitta es que sea un tiempista. Ajeno al clima social, como recién llegado de otro planeta, no tuvo mejor idea que publicar justo para el Día de la Mujer el siguiente párrafo en Facebook: “¡Este jueves las mujeres pueden dedicarse a limpiar, cocinar y planchar! Todo el día tienen”. Menos bonito, le dijeron de todo y en buena cantidad. Tocado (y acaso hundido), el hombre corrió a arrepentirse. Su siguiente comentario fue: “En mi perfil de la red social Facebook escribí con motivo de la conmemoración del Día internacional de la Mujer y las actividades previstas tales como el paro un comentario del cual me encuentro profundamente arrepentido y no tengo excusas ni explicación de su motivación”.
En favor del fiscal hay que advertir que no fue precursor en la práctica de ofender y arrepentirse. En los últimos tiempos lo precedieron el director técnico de la selección de fútbol, Jorge Sampaoli, el ministro de Trabajo, Jorge Triaca, Cacho Castaña (aunque sin arrepentimiento) y varios más, tanto del ámbito político como del deportivo o del farandulesco. Lo curioso es que a la hora del remordimiento todos apelan a una misma fórmula, como si se guiaran por un protocolo del arrepentido. Consiste en asegurar que no saben qué les pasó, que ellos no son así, que todas las personas que los rodean pueden dar fe de que son respetuosos, tolerantes y comprensivos, que las palabras y las imágenes usadas no forman parte de su repertorio.
¿Qué está ocurriendo, entonces? ¿Hay una epidemia de posesiones? ¿El diablo se apoderó de sus cuerpos como lo hizo con el de Linda Blair en El exorcista? ¿El Míster Hyde que habita en cada Doctor Jekyll decidió salir a la luz aprovechando el clima de crispación que, por uno u otro motivo, no cede en el país? ¿O, en fin, estas explicaciones son una especie de prevención para que se sepa que, si vuelve a ocurrir, el insultado entienda que aquel que lo está injuriando no es quien él cree sino un súcubo, un íncubo o algún demonio parecido?
Lo cierto es que ningún personaje público pertenece a otra especie que no sea la humana ni forma parte de una casta con mentes, pensamientos, emociones e impulsos diferentes de los del habitante promedio de la sociedad en la que vive. Lo que estos personajes dicen, y provoca escándalo, es lo que millones de personas expresan y piensan diariamente en diversas circunstancias y situaciones. En el tránsito, en la calle, en las canchas (y, si no, que lo diga el Presidente), en las oficinas, en los talleres, en los hogares, en la vida familiar, en esas verdaderas cloacas que por momentos son los foros de internet y las redes sociales, etcétera. La facilidad y la frecuencia que el insulto adquirió se presenta en estos ofensores públicos como un síntoma de la atmósfera social, de la intolerancia colectiva, de la facilidad con que cualquier palabra, hecho o idea abre una nueva rajadura en una sociedad agrietada. Y es también señal de una doble hipocresía. La del ofensor que dice no ser quien es y la de quienes se escandalizan como santas ovejas a través de un moralismo pueril como si ellos fueran incapaces de algo así.
Lo cierto es que, puestos a insultar, y ya que sus agravios se van a conocer (no olvidemos que estamos en la sociedad de la transparencia), lo menos que se les puede pedir a los insultantes es un poco más de arte. Quizás los pueda inspirar Shakespeare, que en Ricardo III hacía decir a la reina Margarita: “¡Desfigurado por el espíritu del mal, cerdo, aborto! ¡Oprobio del vientre pesado de tu madre! ¡Engendro aborrecido de los riñones de tu padre! ¡Andrajo del honor!”. O Cervantes, que ponía en boca de Ninfa estas palabras hacia Sancho Panza: “Oh, malaventurado escudero, alma de cántaro, corazón de alcornoque, ¡de entrañas guijeñas y apedernaladas! ¡Ladrón, desuellacaras, enemigo del género humano!”. Para hacerlo, hacerlo bien. Y también hacerse cargo, no echarle irresponsablemente la culpa a un fantasma o a misteriosos invasores de cuerpos.
*Periodista. y escritor.