No lo vi jugar, pero admiré cada una de sus jugadas. Por haber nacido en 1968, llegué tarde al mítico Racing de José, pero por todo lo que me contaron mi viejo y mis tíos sobre el Mariscal Roberto Perfumo fue como si lo hubiese vivido. El fútbol tiene esas cosas: la admiración por herencia de aquellos que hicieron historia en las canchas argentinas.
Tuve la oportunidad de conocerlo un día de verano allá por 1973 en una casa que Roberto Galán tenía en Pinamar. Con 5 años de edad, no tenía noción de los personajes que me rodearon aquella noche. Asado de por medio y acompañados por el infaltable tinto, con mi viejo escuchábamos atentamente las anécdotas que contaba el Mariscal.
Observé también cómo mi mamá y las mujeres que estaban en esa reunión se quedaron en la sobremesa admirando a ese galán del fútbol, que con cara de nene era capaz de revolear la patada más demoledora y a su vez salir jugando del área con galera y bastón.
Como salido de un cuento de Galeano, ahí estaba Roberto Perfumo, rememorando todas sus hazañas al compás de las preguntas que surgían de quienes allí lo escuchaban con devoción. Cuando River le cerró las puertas, cuando Racing se las abrió, su eterna admiración por Tito Pizzuti, el desafío de jugar en el fútbol brasileño, el Mundial de Alemania que se avecinaba, lo que extrañaba volver a la Argentina…
Entre recuerdos y risas, me quedé dormido en la mesa. Y un día Roberto volvió, pero no a mi querido Racing. Lo hizo para jugar en el River campeón de Labruna, en 1975. Mi camiseta albiceleste de piqué que tenía la número 2 me había jugado una mala pasada. Lloré cuando por primera vez la hinchada académica lo silbó. Ante la requisitoria periodística respecto de cómo se sentía ante esta reacción inesperada, él respondió de manera inteligente: “Me di cuenta de todo lo que me quieren”.
Perfumo fue la esencia del puesto. Enjundia y habilidad en una cueva peligrosa que ofrece la geografía de una cancha de fútbol de la cual siempre salió airoso. Ganador también ante la depresión del retiro, pelea de la que salió victorioso estudiando Psicología Social en la escuela de Pichón Rivière.
Más allá de los claustros académicos que había empezado a recorrer, su mejor amiga siempre fue la pelota. No en vano, después de sus estudios, comenzó su carrera como entrenador, a lo que le siguieron los medios de comunicación, donde también empezó a dar cátedra en forma verbal y escrita.
Se fue el Mariscal, no ya con la pelota dominada al área de enfrente, sino saltando hacia el cielo, rumbo a ese rincón plagado de ese celeste y blanco que supo lucir con hidalguía, para encontrarse con otros cracks, armar un picado y saludar a viejos amigos con un abrazo de gol.
* Periodista.