Una semana más y estaremos en el año del Bicentenario. Este será propicio para recordar las revoluciones ocurridas en 1810 en Caracas (abril), Buenos Aires (mayo), Bogotá (julio), México y Chile (septiembre). La conmemoración será oportuna para revisar, a partir de aquel proceso revolucionario inicial, las expectativas y los sueños cumplidos en el trascurso de dos siglos así como las cuentas que quedaron pendientes y que todavía hoy pesan sobre nuestro devenir.
Las fechas casi simultáneas en que comenzaron estas revoluciones revelan que fueron consecuencia de una explosiva mezcla de factores externos constituida por la lucha entre el imperio francés de Bonaparte y el imperio británico. En el medio de esta pugna colosal, se revelaría la debilidad del imperio español y la impotencia de la dinastía reinante para preservar su patrimonio. Entonces se aceleró la crisis de la sociedad colonial que ya era visible en el malestar demostrado por la seguidilla de rebeliones y protestas populares ocurridas en el siglo XVIII.
En 1810, la clase dirigente local, con intereses en el comercio, la minería y la producción rural –algunos de ellos intelectuales destacados– se enfrentó a la disyuntiva de seguir atada a la suerte de la metrópoli y de sus infortunios, o asumir el riesgo de conducir el destino propio.
No fue un camino fácil. Por eso podemos referirnos a un tiempo de los Bicentenarios más que a una sola fecha supuestamente definitoria. En el caso argentino, el proceso puede alargarse hasta la Declaración de la Independencia en Tucumán o hasta la conclusión de las guerras de emancipación y la formación de las naciones independientes del Uruguay y Bolivia, que durante sólo tres décadas habían formado parte del Virreinato del Río de la Plata. Algo similar puede aplicarse a las otras repúblicas de América latina. En Venezuela, por ejemplo, la independencia se declaró en 1811 –fecha elegida para la conmemoración–, pero el sentimiento nacional se consolidó entre 1823 y 1830, como consecuencia del alejamiento de Bolívar, empeñado en su Campaña del Sur y en sus luchas por mantener la unidad de las repúblicas, agrupadas bajo el nombre de la Gran Colombia. En el Brasil, las fechas clave son 1808, cuando la corte portuguesa se instaló en Río de Janeiro, y 1822, cuando Pedro de Braganza declaró la independencia.
En este largo y durísimo proceso de cambio, los protagonistas encumbrados podían alinearse con los realistas o con patriotas, según fuera la marcha de sus intereses personales y de clase o seguir la lucha, como San Martín o como Bolívar, sobrellevando toda clase de dificultades. Entretanto, los libertos, mestizos y zambos reclamaban la igualdad social que los liberaría de los prejuicios de raza, mientras las comunidades indígenas tenían como objetivo conservar un estatuto diferente, prometido en su momento por la administración colonial española y las tribus de las regiones selváticas y de las grandes llanuras se proponían aprovechar la general confusión para preservar su libertad.
Doscientos años después de estos hechos, las repúblicas americanas han afirmado su identidad. Pueden detectarse en su desarrollo ciclos paralelos, por ejemplo el de las dictaduras militares de los años de la Guerra Fría y el de la transición a la democracia de los años 80. Sin embargo, hoy las diferencias son notables. Mientras el presidente del Brasil se sienta a la mesa de discusión de los grandes y el presidente Obama se ufana en llamarlo “mi amigo Lula”, el venezolano Hugo Chávez –reencarnación anacrónica de Simón Bolívar– recurre a una verborragia guerrera para expresar sus reclamos. En lo que respecta a la Argentina, las idas y vueltas que nos caracterizan han contribuido a generar en la comunidad internacional un sentimiento de generalizado hastío.
Entretanto, subsisten problemas estructurales que hacen de América latina el continente de la desigualdad.
Sólo que, al menos en el caso argentino, las últimas décadas han contribuido a deteriorar nuestras instituciones y nuestros índices de desarrollo social, más que a superarlos para ponerlos a la par de los de las naciones desarrolladas del mundo. Las cuentas pendientes, no saldadas en 200 años de vida independiente, constituyen el gran desafío de nuestro tiempo.
*Historiadora.