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EL ECONOMISTA DE LA SEMANA

El corto plazo continuará dominando la escena

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En el plano internacional, la discusión económica gira por estos días en torno al enfrentamiento entre aquellos que sostienen que hay que continuar con las políticas públicas para estimular la demanda, por un lado, y los que defienden la idea de que ha llegado el momento de la austeridad para estabilizar la situación fiscal, por otro.

Ambas líneas de pensamiento tienen razones económicas para sustentar sus postulados. Actualmente, la mayoría de los países desarrollados se recupera a paso lento de la fuerte recesión que provocó la crisis sub prime (y todas sus ramificaciones) de mediados de 2008, producto de una demanda doméstica y externa que se mantiene débil.

Así, la baja utilización de la capacidad instalada, el lento crecimiento de los precios y el elevado desempleo caracterizan el día a día de varias de las economías del primer mundo. Pero, al mismo tiempo, muestran elevados niveles de déficit fiscal y endeudamiento, lo que provocó en algunos casos (en especial en países europeos) incertidumbre en los mercados y, consecuentemente, la necesidad de diseñar amplios paquetes de asistencia.

Más allá de quién tiene la razón (comparto la idea que, dadas las particulares circunstancias que atraviesan la mayoría de las economías desarrolladas, los estímulos públicos deberían continuar y hasta, dependiendo del caso, ampliarse), hay elementos palpables para defender un sesgo de política económica hacia una u otra dirección.

La situación en Argentina es bien distinta. Desde mediados del año pasado, el consumo privado se expande a todo ritmo (en especial en lo que se refiere a bienes durables) y, junto con él, también la actividad económica (según las mediciones privadas, el PBI creció a un ritmo anualizado promedio de +10% durante los últimos trece meses, recuperando a esta altura todo lo perdido producto del shock negativo internacional).

Pero la mejora del consumo y la producción vino acompañada de una aceleración en el ritmo de expansión de los precios domésticos (entre agosto del año pasado y julio de 2010 la inflación promedio mensual anualizada ascendió a 22,1%, mientras que entre noviembre del 2008 y julio del 2009 había sido de 13,5%), a medida que la capacidad ociosa promedio de la economía, tanto en capital físico como humano, se reduce.

Por su parte, la situación fiscal doméstica no es holgada. Hace tiempo ya que el Gobierno federal utiliza los flujos y el stock previsional y el financiamiento (monetario, vía adelantos transitorios y transferencias de utilidades, y en divisas vía reservas internacionales) desde el Banco Central para cubrir las obligaciones de deuda pública. Todo esto en un contexto en el que todavía el acceso a los mercados voluntarios en montos y tasas accesibles se encuentra restringido.

Si el consumo doméstico aumenta fuerte, el desempleo se mantiene bajo (al menos considerando la verdadera oferta de mano de obra calificada), las presiones inflacionarias crecen y la posición fiscal es endeble, resulta evidente que, desde lo estrictamente económico, el sesgo de las políticas públicas debería estar enfocado hacia el “enfriamiento” (que no quiere decir no crecer) y no hacia el “estímulo”.

Continuar con el fuerte impulso al consumo doméstico genera la ventaja de altas tasas de crecimiento en lo inmediato (hasta que la capacidad ociosa termine de desaparecer, momento en el cual la expansión del PBI será reemplazada por la inflación y/o el brusco deterioro de la posición comercial externa), pero, al provocar inestabilidad nominal (dada la alta utilización de la capacidad física y humana disponible) e incertidumbre, también acarrea el silencioso costo de restringir la inversión privada de riesgo.

Bajo las actuales circunstancias, incentivar el consumo es incentivar la inflación, y ésta conlleva consecuencias indeseables hoy, afectando negativamente el poder adquisitivo de los sectores bajos y medios bajos (aunque en el corto plazo, y mientras el alto crecimiento perdure, esos costos pueden ser parcialmente compensados), y consecuencias indeseables mañana, disminuyendo, vía desincentivos a la inversión, el potencial de crecimiento de mediano plazo.

Ahora bien, si todos los signos económicos dan muestra de que la economía está sobrecalentada y la consecuencia de dicho sobrecalentamiento es la inflación que es dañina para el corto y el mediano plazo, ¿por qué las autoridades no han estado (y aún no están) dispuestas a sacar, aunque sea un poco, el pie del acelerador? ¿Por qué la Argentina no puede ser cómo Brasil que, a pesar de ser una economía latinoamericana subdesarrollada (con necesidades sociales iguales o peores a las de la Argentina), ha hecho durante los últimos años un verdadero arte de la compatibilización entre crecimiento y estabilidad nominal?

Es la política, estimado. En Argentina, y a diferencia de otros países (incluso, recientemente, de varios países latinoamericanos), la política se encuentra bien por delante de la economía.

Y esto no es un fenómeno reciente ni mucho menos. Es una tendencia iniciada hace varias décadas, bajo diferentes gobiernos y bajo distintos modelos políticos/económicos. Y no es sólo el oficialismo el que ubica a las cuestiones políticas por encima de las estrictamente económicas, sino que, tal cual quedó claramente demostrado durante las últimas semanas, también lo hacen y lo han hecho las diferentes fuerzas opositoras.

Hoy en día la decisión políticamente óptima para las autoridades es seguir impulsando el consumo a toda máquina, relegando a un segundo plano la lucha contra la inestabilidad nominal y los costos de corto y mediano plazo que ésta provoca.

La razón es sencilla: el oficialismo necesita imprescindiblemente que la economía crezca muy rápido (incluso por encima de sus capacidades) para elevar sus posibilidades electorales de cara a los comicios de 2011.

Un escenario de menor crecimiento y menos inflación iría en contra de los objetivos políticos de corto plazo de las autoridades, al tiempo que le facilitaría el camino electoral y, eventualmente, también la gestión de gobierno a la oposición.

E incluso cuando el altísimo crecimiento de corto plazo no sea suficiente para triunfar en las próximas elecciones, la elevada expansión de la actividad económica de corto plazo seguiría siendo una decisión óptima para el oficialismo, dado que representaría una muy buena plataforma política para una nueva y eventual candidatura en este caso, como oposición en el futuro.

Por todo esto, el escenario económico de aquí hacia fines de 2011 se mantendrá inalterado. El corto plazo seguirá dominando la escena (de nuevo, no sólo desde el lado del oficialismo sino también desde la oposición) y el mediano y largo plazo quedará pendiente, una vez más, para ser discutido más adelante. El problema es que esta estrategia, que no es para nada nueva, ha demostrado ser, a lo largo de la historia argentina reciente, estéril para lograr el desarrollo económico y, consecuentemente, para mejorar significativamente y en forma duradera las condiciones de vida de los sectores sociales más bajos.