Llegamos a Alejandría el lunes 30 de agosto de 2004, cerca de las seis de la tarde. ¡Alejandría! Desde el verano de 1979, en que había leído por primera vez El cuarteto, de Lawrence Durrell, parte en Atenas y parte en Mykonos (en la playa de Kalafatis), siempre había querido estar allí. Terminadas las tareas protocolares corrí al Hotel Cecil donde nos alojábamos. Era el mismo en el que conversaran Kavafis y Edward Morgan Forster a comienzos del siglo XX, en el que se alojara Durrell, en frente de cuyo suelo acaso caminara el excelso Calímaco 300 años antes de Cristo. Cuando estuve al aire libre, las limaduras calcinadas de aquella tarde-noche de verano se prendieron a mi cuerpo como agujas a un imán. A simple vista, Alejandría no era como me la había imaginado. Tenía que encontrar el café Al Aktar, donde Balthazar esperaba a Darley con su sombrero negro, para “instruirlo”; los cafés de nombres inmortales: Pastroudis –el griego, que cierra los viernes (¡por suerte era lunes!)–, Baudrot; buscar la Rue des Soeurs, la Explanada; curiosear el departamento que Darley compartía con Pombal –“un caso raro entre los diplomáticos, pues parecía poseer una columna vertebral”– en la Rue Nebi Daniel (que recuerda al profeta). En la esquina de Nebi Daniel y Fuad, tendría que buscar la barbería de Mnemjian, el Hombre-Memoria, el archivo de la ciudad, el jorobado (“la joroba las excita”), en el sitio donde la tradición asegura que se conservó el cuerpo de Alejandro Magno tras su muerte en Babilonia; el café El Bab, donde Darley se citaba con Justine; el atelier des Beaux Arts, donde dio una conferencia sobre Kavafis; el Broker’s club, que albergaba a Capodistria cuando cazaba a sus amantes con su lengua blancuzca, como un camaleón caza una luciérnaga ensimismada, y el Rose Marie, donde Mnemjian dejaba sus ofrendas de proxeneta para que pasase a buscarlas Pombal (“es un panal con toda su miel intacta”).
A medida que me internaba en calles cuyo nombre escrito en árabe no podía desentrañar, me pareció oler alguno de los pañuelos de Pombal, empapados en Eau de Portugal, el perfume mismo de Justine, Jamais de la Vie. Desde una mezquita, oí la percusión de la voz del muecín, como monedas líquidas cayendo sobre una losa de mármol: “Alabo la perfección de dios, el Eterno”; el viento, como caballos con los cascos envueltos, me rozaba desde el extremo de Asia. Había ido allí para conocerlos y hacernos conocer –tarea de un canciller–, pero caí en la cuenta de que en realidad estaba para comprender. Recordé que el piso que Kavafis había ocupado era una pequeña pensión algo sórdida, pero también que en el último piso del consulado griego había un museo que reproducía la pequeña habitación del poeta de la ciudad, con el escritorio sobre el que escribió Los bárbaros o El dios abandona a Antonio, con sus sillas y sofás de estilo neobizantino y el feo busto que no mejora a ninguna fotografía.
Sin embargo, ya era tarde para visitarlo, y al día siguiente partíamos para El Cairo. Ráfagas de sensaciones y de sentidos me golpeaban como las alas de un pájaro ciego. De pronto, me encontré en la Corniche, me ubiqué en el espacio, y emprendí el regreso al hotel.
A la mañana siguiente debíamos reunirnos con Hosni Mubarak, el presidente de Egipto, en el Palacio Ras-el-Tin, la residencia de verano que domina el Puerto Occidental desde una elevación, como en otros tiempos el Palacio Ptolemaico había dominado el puerto oriental. Su construcción del siglo XIX quiso demostrar al mundo que la nueva monarquía de Mehemet Alí era una potencia moderna que vivía de cara al mar, y no una simple monarquía oriental.
A medida que me acercaba, pensé que detrás debería de estar la calle Tatwig, y más allá los tugurios donde había un burdel de niñas, con sus paredes cubiertas de impresiones azules de manos infantiles...; las trompetas de bienvenida me sacaron de la ensoñación.
Mubarak no representaba los casi ochenta años que tenía; hablaba con voz calma, apenas se movía, o lo hacía muy lentamente, y una luz azafrán entraba desde una ventana cubierta por pesados cortinados que daba al mar. Mubarak, el Rais, el Capataz, el Jefe, el Señor, el Guía, el Presidente... el Faraón. El rais, antiguamente jefe de la comunidad musulmana, era una especie de vasallo de cualquiera que fuera el noble que poseyera la tierra en la que vivía, pero como los nobles Cruzados eran latifundistas absentistas, él y sus comunidades tenían un alto grado de autonomía: cultivaban alimentos para los Cruzados, pero no estaban obligados a un servicio militar. El rais debe organizar perfectamente a los trabajadores, y en todo momento tener en mente el tiempo necesario para realizar las diferentes tareas, poseer una gran sensibilidad para la historia y para la consolidación y conservación de los objetos producidos. ¡Guay de que no sea así después de parecerlo!
Ese hombre que argumentaba con prudencia, descendía de los que convirtieron la muerte en un sueño de inmortalidad, de los que hicieron acompañar a los muertos por las riquezas que habían poseído en vida, con la convicción de que los disfrutarían en adelante, de los que ritualizaron los gestos e hicieron del hermetismo un código, de los que con las pirámides construyeron relojes solares, de los que se sirvieron de los grandes misterios heredados.
Yo era totalmente consciente de que mi tiempo era escaso –no suplantado por las lecturas– y que el diálogo golpeaba lo inmemorial como unas olas un risco, y miraba pasar los minutos con la frustración de ver hojas donde alguna vez estuvo escrito algo valioso y hoy ya no sirven para nada, como un pasaporte vencido. De pronto, una brisa desollada entró en la estancia agitando las cortinas, y entonces –de un solo golpe– tuve una visión del alma de lo que estaba sucediendo allí adentro, un resquicio de Egipto, una hendija de Alejandría. Mubarak, como aquella Alejandría, como este Egipto, como yo, pasaríamos.
Igual que antes, en el Hotel Cecil, ese entendimiento duró tanto como la brisa.