Domingo 4 de enero de 2009. El sargento asistente Dvir Emmanueloff, de la Brigada de Infantería Golani, entra en el campo de refugiados Jabalya, al norte de la Franja de Gaza. Se mueve como una plataforma táctica en sí mismo, emitiendo datos sobre su posición, observaciones acerca del terreno, recibiendo alertas. A su alrededor otros integrantes de la Tzahal (Fuerzas de Defensa Israelíes, IDF por su sigla en inglés) aferran sus fusiles de asalto Tavor mientras que los transportes blindados de tropas Achzarit (“crueldad” en hebreo), saltan como langostas sobre las vigas y los bloques de concreto. El sargento asistente Dvir Emmanueloff, de veintidós años, va a morir. Será el primer militar israelí caído en acción durante la invasión desatada el 3 de enero al atardecer, segunda fase de la operación llamada Plomo Endurecido.
Jabalya fue conocida por su suelo fértil y por sus árboles cítricos, pero eso sucedió en el siglo XIV. Ahora es un centro de refugiados, el más grande de Gaza, en el que viven más de ochenta mil personas. De la celebrada mezquita Omeri sólo han quedado el pórtico y el minarete. Cuando llueve torrencialmente las aguas lo arrastran todo a su paso. Faltan los alimentos, los cadáveres se amontonan en los pasillos de los hospitales, hay energía eléctrica un par de horas al día. La casa de un taxista, una vez que se ha transpuesto el trapo suspendido que oficia de puerta, consta de una habitación a cielo abierto donde se come y se conversa, una pequeña cocina, un baño decorado con un par de hileras de mosaicos, y una pieza donde duermen siete niños apilados, ya que sus padres lo hacen en el ambiente delantero en camas separadas. Las calles son en su mayoría estrechas, de tierra arenisca, y en algún edificio de cuatro pisos suele verse una antena de televisión satelital.
El sargento asistente Dvir Emmanueloff, oriundo de Givat Ze’ev, cerca de Jerusalén, trata de iniciar una corrida paralela a un escenario al aire libre, pintado de verde esmeralda con sus escaleras laterales rosa té, cuando los disparos de los francotiradores lo alcanzan. Mientras cae, tal vez piensa en las frases alentadoras que se decían ayer entre camaradas (“¡… volveremos con la victoria en nuestras manos!”; “… no estoy asustado, estoy exaltado”). Toca el piso, golpea contra él, se desmorona. Pierde la vista por décimas de segundo; se queda ciego. La vida lo deja a raudales y se lleva consigo la luz.
“Ciego en Gaza, en la noria con los esclavos”, escribió el poeta inglés John Milton, que nació en Londres en el siglo XV, en su obra Sansón Agonista. En Gaza, una ciudad enemiga, las desdichas se acumulan sobre Sansón. Ciego, como Dvir Emmanueloff en los instantes finales de su vida breve. Ciego como el propio Milton y como Borges, que sostenía que había que añadir dos comas al verso: “... ciego, en Gaza, en la noria, con los esclavos”, para que sonara sufrido y redundante, en línea con el padecimiento de Sansón.
La figura de Sansón jugó un papel trascendente en la construcción de la memoria colectiva del sionismo. Algunas unidades de combate israelíes han sido bautizadas “Sansón”, y el programa nuclear de ese país fue llamado “Opción Sansón”. Hijo de Manoa, nació en Zora; el ángel de Jehová predijo que libraría a Israel del yugo filisteo. Tras muchas peripecias, se dirigió a la ciudad filistea de Gaza donde cayó en pecado con Dalila, quien reveló que el secreto de su fuerza colosal residía en su cabellera, la que le fue cortada. Los filisteos le arrancaron los ojos y lo llevaron a la cárcel de Gaza para que hiciera girar una rueda de molino. Durante una fiesta fue traído para que se burlara de él la multitud. Pero entretanto sus cabellos habían vuelto a crecer. Flavio Josefo, un académico judío de comienzos de nuestra era, relata que las agresiones brutales del gentío desataron en Sansón un descomunal deseo de venganza, por lo que a tientas encontró las columnas del recinto, las desmanteló y murió aplastado junto con tres mil de sus enemigos. A pesar de sus flaquezas morales, ocupa un lugar destacado entre los héroes de la fe (He. 11:32).
Como un Sansón simultáneo, la invasión israelí produce temblores más allá de Gaza. En Egipto, donde Mohammad Mahdi Akef, adversario de Hosni Mubarak y jefe de la Hermandad Musulmana, acusa al presidente de complicidad con la dirigencia israelí. En Ramallah (Cisjordania), donde el jefe de la Autoridad Nacional Palestina Mahmoud Abbas es descalificado por “dialoguista en exceso”. En Jordania, que junto con Egipto firmó su acuerdo de paz con Israel. En los Estados Unidos, donde el silencio de Obama –que no se privó de condenar los atentados en Mumbai– es mucho más sublevación muda ante un hecho consumado que condiciona su política exterior, que delicadeza para no superponerse al saliente Bush. En el Israel interior, que tendrá elecciones en febrero y su ministro de Defensa y líder del Laborismo, Ehud Barak, junto con la canciller y miembro del nuevo partido Kadima, Tzipi Livni, disputan el revaluado sustantivo “halcón” con Bibi Netanyahu, ex primer ministro y miembro del partido conservador Likud.
Y, ¿por qué no?, en todos aquellos sectores para quienes es una buena perspectiva que los intérpretes más extremos del Islam transformen Medio Oriente, Asia Central, Sur de Asia, y hasta las grandes capitales del mundo, en una sucursal terrícola del infierno.
Seguramente el sargento asistente Dvir Emmanueloff murió por su patria. Se puede suscribir (con Viviane Forrester) que en el transcurso de la Segunda Gran Guerra se combatió más contra la Alemania expansionista que contra el racismo, su sustancia y sus raíces, y que la victoria no fue una conclusión ni la paz fue inocente, porque sólo se juzgó la desmesura más excesiva del genocidio, el Holocausto, pero no el antisemitismo. Se puede coincidir con que Occidente no lo ha erradicado suficientemente hasta el día de hoy. Ahora bien, John Bolton –ex embajador de Bush ante la ONU– ha denominado con insolencia “Virtuosos del Mundo”, a quienes desespera la crisis humanitaria provocada por la política “sansoniana” del Estado de Israel mediante su desproporcionada operación “Plomo Endurecido”. Ni es necesario ni es aceptable ser irrespetuoso con los que tienen un sentido de la justicia y de la decencia diferente del que exhibió Bush.
Golda Meir, la líder sionista laborista, diplomática y cuarta primera ministra de Israel, dijo en una oportunidad: “Podemos perdonar a los líderes árabes que maten a nuestros niños. No podemos perdonarles que al defendernos, contra nuestros sentimientos, matemos niños árabes”. Si estas palabras conservan su valor para la autoridad moral del Estado de Israel, entonces en estas horas fatídicas puede decidir librarse de la necesidad de tener que perdonar a los árabes.
•Ex canciller.