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El ensayista del siglo XXI

La carne viva es el ensayo del año, tal vez uno de los más estimulantes que dio en este siglo la literatura argentina.

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Esta es la tercera vez que me ocupo de Pablo Maurette. La primera fue hace tres años cuando publicó El sentido olvidado, una reconstrucción de la cultura universal a partir del sentido del tacto. La segunda fue cuando el 1º de enero organizó en Twitter una lectura colectiva de La divina comedia, iniciativa de gran éxito a la que le siguieron otras similares sobre Ovidio, Cervantes y Boccaccio. La reciente aparición de La carne viva, su segundo libro, me hace volver a la prosa de Maurette y concluir que es el ensayo del año, tal vez uno de los más estimulantes que haya dado en este siglo la literatura argentina.

La carne viva, cuyo tema general es la carne humana a lo largo de la historia y de la cultura (o la historia de la cultura hecha carne, es decir, viva como indica el título), tiene cinco capítulos. El segundo, “Borges y la bestia de Bengala”, podría centrarse en esta frase: “El mundo de Borges ciego es un mundo sentido, un mundo afectivo, y esa afectividad es la base de la transformación en literatura de sí mismo y de todo lo que lo rodea”. Maurette no es un autodidacta como Borges: tiene títulos académicos, es especialista en el Renacimiento y su escritura incorpora lo que ha avanzado la investigación durante un siglo. Pero así como Maurette se vale del rigor y la precisión que aprendió en la Academia, la excede largamente en base a una inteligencia privilegiada, una imaginación desbordante y un coraje intelectual infrecuente. En sus textos hay tanto entusiasmo como gracia y voluntad de ser leído.

Tres capítulos asombran por su riqueza panorámica. Uno dedicado a la circuncisión de Cristo (“Primero de enero”), otro al dolor (“El infierno de Ashoka”) y un tercero a la sensibilidad japonesa (“Mono no Aware”), aunque cada uno de ellos se expande hasta abarcar una sucesión de temas encadenados. El último, por ejemplo, empieza con el dandismo anticipado de la dinastía Heian, pasa por un brillantísimo análisis de un poema de Montale y termina en el cine de Tarkovski, que le sirve a Maurette para decir: “El proceso de ‘evolución estética’ en el que estamos inmersos, sugiere Tarkovski, tiende a una hegemonía del cinismo autorreferencial y antimetafísico como modo de expresión, y ha relegado por completo toda emoción a la categoría de sensiblería”.

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La carne viva demuestra que para esquivar las limitaciones y banalidades de la era posliteraria es necesario incorporar una dimensión cultural, la densidad de un pasado universal ausente en el ensayo argentino, perdido en un solipsismo de academia provinciana que no puede salir del pasadizo que va de la gauchesca al estructuralismo. Frente a él, la combinación de frescura y erudición que circulan por el libro abren, como hiciera Borges en su tiempo, un nuevo mundo de referencias, un universo inagotable que incluye un pathos trágico, cuya presencia se advierte en el capítulo sobre Jorge Barón Biza y El desierto y su semilla, que despierta en Maurette una irrestricta admiración. El capítulo termina así: “Los sentimientos nacen pero no mueren. (...) Y solo la literatura (el arte en general) es capaz de reproducirlos, de conservarlos, de difundirlos y de perpetuarlos como lo que son, carne incorruptible”. Todo indica que este escritor, que tiene un pasaje memorable en cada página, apunta hacia la posteridad.