Parece erróneo interpretar desde el dogmatismo la trayectoria de Lucía Topolansky Saavedra (1944), quien hace pocas horas se convirtió en la primera mujer en alcanzar la vicepresidencia del Uruguay, tras la renuncia de Raúl Sendic. Su historia es extraña si se compara con la de algunos de sus compañeros del Frente Amplio, como Danilo Astori, paradigma del universitario que llega lejos en un país con preeminencia de clase media, o Tabaré Vázquez, que proviene de un contexto mucho más difícil pero se ha convertido en un exitoso político, doctor y académico en Oncología.
Hay otra diferencia sustancial, sobre todo entre Vázquez y Topolansky: a la flamante vicepresidenta las formas nunca le importaron demasiado. Y esto abarca desde su aspecto personal hasta su modo de vida, el tenor de sus declaraciones y su particular concepción de la ética del trabajo y del mérito como motor para la movilidad social ascendente. Algo curioso si consideramos que Topolansky proviene de una familia económicamente acomodada y socialmente patricia.
Sin embargo, allí donde José Mujica se muestra como un libertario charlatán e ineficiente, su esposa parece más medida. Pero buena parte de la población considera que existe cierta ambigüedad en relación a la fe de Topolansky en el Estado de Derecho, duda que, por otra parte, el ex presidente ha despejado con creces.
Resulta significativo que haya sido “La Tronca” el apodo de Lucía en sus años como guerrillera. Ella es una mujer dura, inteligente y con un enorme poder de voluntad. El problema es si, ahora como vicepresidenta y luego como pieza clave en un eventual cuarto gobierno de izquierda, antepondrá los intereses del país no ya por los de la coalición oficialista sino sobre los de su grupo político, el Movimiento de Participación Popular (MPP).
“Sendic tiene un título cubano, que no está revalidado, en una licenciatura en la cuestión biológica… Yo vi el título”, declaró a un periodista deportivo en agosto de 2016 Topolansky, quien se ha quedado sin margen tanto para mentir con el propósito de defender a personajes impresentables como para volver a priorizar la causa corporativa respecto de la nacional.
Pero no sería justo obturar su vida con un cristal paranoico que se detuviera exclusivamente en la guerrilla. Topolansky es la flamante vicepresidenta uruguaya legítimamente, y lo es por el impresionante caudal que obtuvo y que llevó a que su fuerza pasara de levantarse en armas contra un gobierno constitucional a ser masivamente detenida y encarcelada poco antes de que comenzara la dictadura para, una vez reanudada la democracia, convertir sus escasos guarismos iniciales en un vendaval por el que el MPP como sector del Frente Amplio llegó a ser más votado que todo el Partido Nacional. Una hermosa demostración de que, si querían triunfar, quienes contra el consejo de Ernesto Guevara habían empezado a alzarse contra lo que Pablo Giussani llamó “un inocuo colegiado cuyos innumerables defectos no incluían, por cierto, el de ser opresivo”, debían hacerlo mediante un sistema que habían despreciado.
Un sistema que, cuando decidió ser candidata a la intendencia de Montevideo, no le fue favorable a Topolansky en su versión silvestremente electoral. Otra enseñanza: el pueblo oriental podía hacer que el MPP batiera récords, pero no estaba dispuesto a transferir aquellos votos automáticamente de Mujica a su esposa y para cargos diferentes. Lo que ha ocurrido en los últimos días con la asunción de Topolansky como resultado de la renuncia de Sendic, hijo del máximo líder tupamaro, es paralelamente un fuerte llamado de atención para el Frente y un signo de salud institucional para un país orgullosamente liberal.
De respetar esa tradición, que honraron desde Oribe hasta Berro, Batlle y Ordóñez, Frugoni, Seregni, Wilson Ferreira y Baltasar Brum, será responsable Topolansky, en cuyo epílogo abierto están puestos mucho más que seis millones de ojos.
*Escritor y periodista.