Desde octubre de 2019, asistimos a una especie de estallido latinoamericano: el caos social en Ecuador y Chile, las protestas en Colombia, la crisis institucional en Bolivia, los conflictos entre Argentina y Brasil, el brote de violencia en México, la situación de Venezuela y la ya frecuente polarización en casi todos los países, han marcado la agenda regional y dividido aguas en el plano interno y externo.
Latinoamérica es una región heterogénea, y las comparaciones intrarregionales suelen estar forzadas y repletas de excepciones. Sin embargo, este estallido evidencia algunos elementos comunes: violencia, alta inestabilidad política y falta de confianza ciudadana en las instituciones. Lo que nos habla, en el fondo, de algo mucho más preocupante: la crisis de la democracia liberal.
En los últimos años la democracia se ha venido deteriorando en todo el mundo y América Latina no fue la excepción. Según diversos indicadores, la calidad democrática regional viene cayendo en picada en los últimos años, junto con la confianza de la población en los políticos e instituciones. Cuando esto sucede, la desconfianza en el sistema crece y las crisis sociales e institucionales se vuelven moneda corriente.
En democracia, las crisis se resuelven dentro de las instituciones políticas. Durante años, América Latina ha sido un ejemplo de cómo los sistemas democráticos no lograban resolver estas crisis, y por ende, terminaban colapsando, dando paso a regímenes autoritarios. Sin embargo, luego de la tercera ola de democratización, las crisis tendieron a resolverse desde un punto de vista más institucional, como sucedió en Argentina en 2001. Hasta ahora.
La progresiva, lenta y silenciosa erosión de las instituciones democráticas en las últimas dos décadas, está generando una profunda crisis de representación y consecuentemente un sentimiento de desamparo por parte de la población, que la lleva a la resolución de conflictos en ámbitos no institucionales.
El alto nivel de violencia que vemos en las calles expresa hartazgo y falta de confianza frente a la clase dirigente en general, que es vista como corrupta e ineficiente. Esto queda materializado en el prominente rol que ocupan los movimientos sociales como catalizadores de la protesta social, en lugar de los partidos políticos, que serían los movilizadores naturales en una democracia representativa. El hecho de que actores no institucionales sean los que llevan adelante la representación de un heterogéneo conglomerado de demandas insatisfechas, dificulta mucho la negociación necesaria para resolver los conflictos de manera institucional. Los movimientos sociales suelen demandar cambios drásticos, que las instituciones democráticas no suelen poder brindar.
Además, el alto grado de polarización política agrava los conflictos, ya que dificulta la negociación y la búsqueda de soluciones alternativas. Entre el derrocamiento de Evo Morales y su perpetuación indefinida en el poder, hay sin duda elementos en el medio, al igual que entre la renuncia de Sebastián Piñera y la represión violenta en Chile. En contextos polarizados, las soluciones intermedias se borran, y las extremas se vuelven tentadoras, perjudicando al propio sistema democrático.
Hasta ahora, el deterioro de la democracia estuvo más bien relacionado con su componente liberal-republicano. Es decir, con elementos como la libertad de expresión o la división de poderes. Sin embargo, como lo hemos visto en los casos de Venezuela y de Bolivia, la erosión del componente liberal-republicano puede traer consigo la erosión del componente electoral de la democracia. ¿Nos dirigimos hacia una crisis de régimen?
*Experto asociado al CEI – UCA. Mg. en Estudios Latinoamericanos.