“Él no era importante, después de todo. Nada más que un ser humano con sangre, cerebro y emociones.”
De “El largo adiós” (1953), de Raymond Chandler (1888-1959)
—Antes de cerrar la maldita puerta, amigo, mejor entérese. Son…
—Veinticinco dólares diarios más los gastos, ya lo sé, Marlowe.
El detective levantó el ala de su sombrero Stetson con el dedo índice y retiró lentamente los pies del escritorio. Sus ojos eran dos rajaduras en su cara y miraban con infinito desprecio. Ni se movió cuando dejé mi tarjeta junto a su revólver. Solo inclinó la cabeza, como un perro que oye a Mozart, mientras jugaba con el encendedor Zippo. El cigarrillo, clavado en sus labios, lo envolvía en humo. Aún así me reconoció. No parecía muy alegre.
—Uf. ¿Otra vez usted, Asch? ¿Qué diablos quiere, después de tanto tiempo?
—Información.
—Pierde su tiempo. Mi negocio está en los casos pequeños. El divorcio de Fabbiani, la vida de Fort, esas tonterías. Nada sé sobre la inflación, el dólar, el paradero de Reutemann o qué diablos harán los radicales con Cobos y Carrió, esas cosas que deben desvelarlo.
La pequeña oficina del microcentro estaba igual. La puerta sin llave, el aire caliente y húmedo que caía desde el ventilador de techo, un mueble de metal con ficheros, manchas viejas en el vidrio de la ventana. Seguía sin secretaria ni contestador. Marlowe sacó una botella de bourbon y dos vasos de un cajón. Sirvió, sin preguntarme nada. La última vez que lo vi, en diciembre de 2007, le pedí un café con sacarina o algo sin alcohol y se me rió en la cara. Miguel Russo pasaba sus últimas horas en Boca, el Mellizo Guillermo no jugaba y, antes que le preguntara nada, el viejo zorro suspiró y me dijo, quitándose el piloto: “Es hombre muerto”. Sabía lo que decía. Se lo recordé y sonrió, irónico.
—¡Oh, no puedo creer que siga interesado en ese estúpido juego del fútbol! Supe lo de ese muchacho Alves. ¡Se metió con los históricos! Wow. Nadie revisa la historia, ¿verdad? No aprenden más ¿Le cuento como termina todo?
—Odio los finales obvios, Marlowe. Pero sí sé dos cosas: que Russo está en Racing y que ahora es su cliente. Me dijeron que busca protección. Le teme al asesino de técnicos que actúa en esa zona de Avellaneda. Usted sabe: Llop, Caruso, Matthäus, Vivas... Cuénteme.
Como un rayo, el brazo de Marlowe dibujó un arco. En un segundo el bourbon desapareció en su boca. Se sirvió otro. Su mueca de burla al mirar mi vaso todavía lleno merecía un Oscar.
—Mmm… Le recuerdo, Asch, que la primera víctima fue el propio Racing. ¿O ya olvidó a Ripoll, aquella forense, confirmando el deceso frente a la prensa? La bala atravesó el corazón. Un trabajo profesional. Después, la despiadada banda de los Fernandos, más el Juez y la mujer del Cuervo García, tuvieron vía libre. Un desastre. Manejos turbios. Gente pesada.
—Pero ahora están Molina y Podestá… ¿No sospecha de ellos?
—Por favor… ¡Al lado de los Fernandos, esos dos muñecos son el padre Farinello y Marley! Heredaron a Llop y lo dejaron porque nadie lo hubiese tocado, exceptuando a Lalín, que manotea todo lo que le pasa cerca. El pobre andaba aterrado, ¡en los partidos gesticulaba tanto que los jugadores lo querían matar! Sabía lo que se venía. Iba con su representante a todos lados, pero igual lo liquidaron después de un 0-2 con Independiente. No hubo testigos.
—Lo de Caruso Lombardi fue raro: primero anduvo bien y después…
—¿De qué se asombra? Pasó con Merlo, pasó con muchos. Caruso fue una apuesta desesperada que salió bien y el muchacho se la creyó. Fama, dinero, Tinelli, chombas nuevas, electrodomésticos. Demasiado para él. Se mareó y llenó el club de marginales. Quiso negociar. Lo cosieron a balazos.
—Entonces apareció lo de Matthäus.
—¡Ah, Lothar, viejo bucanero! Le dijo que sí a su amado clubcito en una noche de exceso y descontrol, metió a su chica en el medio y se quedó sin nada. Me entristece la decadencia de los grandes, ¿sabe? Terminó acuchillado en el baño de un pub de Ibiza. Un encargo. Farinello y Marley casi se mueren también, pero del papelón. Fue patético.
—Ni me hable. ¿Y Vivas? Le trajeron de todo y sin embargo…
—No sea ingenuo. Vivas es un positivista que creció bajo el ala protectora del Loco de Rosario, una leyenda. Nunca supo dónde se metía. El chico era un cascabel y mire con la cara de angustia que se fue. Es injusto, pero su final estaba escrito. Russo siempre fue “el” candidato. ¿No vio todo lo que se negoció para hacerlo firmar? Le advierto: Miguelito es hombre del Don.
—¿Qué Don? ¿Don Mateo? ¿Don Néstor? ¿Don Omar? ¿Don Julio?
—El Don, Asch. Confórmese con eso. No sea estúpido, salve su pellejo. Y si lo ve al gordo, aconséjele lo mismo. Sobre todo a él. Que se cuide.
Marlowe cerró la charla con su carcajada más feroz. ¿Quién será ese gordo, por Dios? ¿Fabbiani? ¿Lanata? ¿Baglini? ¿Maradona? Disfrutando de mi desconcierto y con su mano apoyada en mi espalda, me acompañó hasta la salida. Adiós. “Está salvado”, o “están salvados”. Algo así murmuró, divertido, mientras desaparecía tras el enrejado negro y el ascensor iniciaba su descenso hacia la vieja y querida jungla de cemento. Ante el más allá del póster y el autógrafo.