Desde Madrid
El lunes 27 de junio Madrid amaneció blindada. Los cortes de los principales accesos condicionaban a los transeúntes. Frente al Palacio Real y la Catedral de Almudena, cientos de turistas se sacaban selfies y eran redirigidos por los policías. “No está permitido permanecer aquí. Podéis hacer la foto, pero luego debéis circular”, se oía en la calle que linda con la residencia oficial del rey de España.
En la icónica avenida Gran Vía desfilaban personas con la bandera de Ucrania. Los colores del país invadido por Rusia en el corazón comercial madrileño sirvieron de preludio a la cumbre de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), en un mensaje dirigido a las altas esferas del poder global cuyos representantes arribarían a la capital española al día siguiente.
En tanto, un cuarto de siglo bastó para que España recibiera por segunda vez a los jefes de Estado y de gobierno de los treinta países miembros de la OTAN e invitados, en el marco del 40° aniversario de su adhesión. De esta forma, en el mundo pospandémico condicionado por la guerra en Europa, los líderes se reunieron para trazar la estrategia de la alianza militar defensiva para la próxima década, con dos amenazas manifiestas: Rusia y China.
La “otanización” de Europa. La “histórica y transformadora” Cumbre de Madrid, según la definió el secretario de la OTAN, Jens Stoltenberg, contó con un fuerte operativo de seguridad que incluyó a más de 10 mil agentes, entre ellos 6 mil policías nacionales y 2.400 guardias civiles. No hubo ningún detalle dejado al azar, ni siquiera el nombre de la operación: Eirene, en alusión a la diosa griega de la paz. Curiosamente, sentar las bases para la paz en el país presidido por Volodímir Zelenski fue el eje del encuentro. Durante tres días, más de cuarenta líderes deambularon por el predio de Ifema, el equivalente a La Rural porteña, en un clima de realismo propio de otro tiempo.
“El presidente Putin estaba buscando la finlandización de Europa, pero obtendrá su otanización”, puntualizó el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, en su discurso inaugural. El mensaje destinado al presidente ruso no podría haber sido más claro: a diferencia de la pasividad demostrada ante la anexión de Crimea en 2014, esta vez los aliados se comprometieron a replicar futuras agresiones. Para ello contarán con el mayor despliegue militar en el viejo continente desde la Guerra Fría, en línea con los anuncios de Biden y del primer ministro británico, Boris Johnson.
Lo cierto es que la invasión de Ucrania decretada por Vladimir Putin el 24 de febrero refundó a la organización transatlántica creada en 1949, quien quedó lejos de padecer “muerte cerebral”, tal como definió el presidente francés Emmanuel Macron en 2019. Los “enemigos” que la llenaban de significado tras la caída de la URSS (y que justificaban su vigencia en pleno siglo XXI) pasaron a un segundo plano, como las cuestiones humanitarias, el cambio climático o la lucha contra el terrorismo.
Tampoco importan ahora las diferencias de criterio y las alianzas con países cuestionados como Arabia Saudita o Turquía. Especialmente dado que, en lo que fue otro revés para el mandatario ruso, durante la Cumbre el país liderado por el turco Tayyip Erdogan dio luz verde a la adhesión de Finlandia y Suecia, dos países históricamente neutrales que solicitaron acceder al paraguas de seguridad estadounidense creado tras la Segunda Guerra. “Esto es exactamente lo que él (Vladimir Putin) no quería, pero es exactamente lo que hay que hacer para garantizar la seguridad de Europa”, concluyó Biden.
La segunda Guerra Fría. En el ocaso de la Cumbre, los mandatarios compartieron una cena en el Museo del Prado, posaron para la foto oficial y luego se dedicaron a contemplar las obras, entre ellas la célebre Las Meninas del español Diego Velázquez. Los pasillos fueron cómplices de las charlas en off de los líderes que se movían en pequeños grupos, donde diagramaron el futuro de un mundo que pareciera encaminarse hacia una nueva versión de la Guerra Fría, dejando atrás a la incipiente multipolaridad posterior a la hegemonía estadounidense de los 90.
Este cambio de paradigma quedó plasmado en el documento final que declara a Rusia como una “amenaza directa a la seguridad, la paz y la estabilidad del área euroatlántica” y a China como un “desafío a los intereses, los valores y la seguridad” de la OTAN. Las críticas y advertencias de Moscú y Pekín al flamante “frente común” occidental (que incluye a Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda, también presentes en Madrid) no se hicieron esperar.
Por su parte, los aliados en deuda, como España, se comprometieron a mover los hilos internos para cumplir con la exigencia de destinar el 2% de su presupuesto a la alianza, en medio del descontento popular ligado a la crisis alimentaria y de energía derivada del conflicto bélico, y las posturas “antimilitarización”.