Tal vez algunos recuerden aquella mañana del 21 de octubre de 1988, cuando una serie de eventos desafortunados dejaron como saldo cuatro muertes en Caballito, la de tres transeúntes y un perro, un caniche, que cayó desde un piso trece y aterrizó sobre una mujer, que falleció en el acto; otra mujer, testigo de la escena, cruzó la avenida Rivadavia, a la altura de Morelos, tal vez para ayudar, y fue atropellada por un colectivo de la línea 55; en el mismo momento un hombre que pasaba por ahí, al ver la escena sufrió un paro cardíaco y murió camino al hospital. Si quedó en la memoria de muchos fue porque aquel 21 de octubre fue la última vez que una targedia sucedía porque sí, sin ningún culpable (a menos que le echemos la culpa al perro). A partir de entonces toda tragedia tuvo su causante. También lo tenía antes, pero ese día el destino hizo su aparición triunfal y volvió a sumirse en las sombras, donde nadie lo reclama. Lo extraño es que hasta 1927 los accidentes se consideraban eso, accidentes; en todo caso siempre se moría por una conducta, aunque se muriera accidentado, pero esa fecha signa el momento en que resultó intolerable que una desgracia no tuviera un autor, alguien a quien endilgarle la culpa: 1927 es el año de la publicación de la novela El puente de San Luis Rey, del estadounidense Thornton Wilder. Ese fue el libro que cambió todo.
La trama de la novela es conocida: un día de 1714 un fraile franciscano, Junípero, que se encuentra en Perú, sube la montaña para atravesar un puente colgante, el puente del título, cuando al levantar la cabeza ve el preciso instante en que el puente se rompe por la mitad y cinco personas caen “como hormigas manoteantes al vacío”. El haber asistido a semejante acontecimiento pone al hermano Junípero en una coyuntura endiablada: tiene ante sí la prueba de la existencia del designio divino, porque seguramente Dios fue quien hizo converger en ese puente, en ese instante, a esas cinco personas, que hubiesen debido ser merecedores de la muerte. De modo que Junípero emprende una tarea detectivesca, que consiste en reconstruir las vidas de los supuestos condenados y así probar la existencia de Dios. Durante seis años entrevista allegados y parientes, esbozando cinco breves biografías, que lo llevarán a resolver que no, que no hay designio, que ninguna de esas personas merecía morir, y que por lo tanto el devenir de la existencia depende del azar y que todo está regido por el caos. Lo que le vale la muerte, que es el destino ineludible de quien en determinada época se hace las preguntas inadecuadas.
El puente de San Luis Rey tuvo un éxito rutilante: ganó el Premio Pulitzer al año siguiente de su publicación, y fue llevada al cine varios años después, en 1944. Pero la novela tuvo una influencia inmensa en la lectura de los hechos que desde entonces realizó la prensa, estadounidense primero, del resto del mundo después. Lo que Wilder relataba y las conclusiones a las que llegaba eran tan intolerables que quienes narraban las noticias buscaban a toda costa un causante, para no parecerse a la novela. Porque no era aceptable que nuestro destino no dependiera de nadie, que el caos se hubiera apoderado de todo. No solo eso: Wilder enseñó al periodismo a desconfiar de los amigos íntimos y de los parientes, porque nunca se refieren a los defectos de las víctimas.
Es así como la casualidad desapareció del horizonte humano. Esto no quiere decir que no existan culpables en ciertos casos, pero cambió el modo de leer el azar: si un piano se cae desde un décimo piso y aplasta a un paseante, naturalmente el empleado de la empresa de mudanzas tendrá la culpa, pero nadie se referirá al hecho de que el que en ese preciso momento pasaba por la calle era alguien con mala suerte. La fatalidad desapareció en 1927. Y todo por culpa de una novela.