Independiente se nos escurre entre los dedos. Lenta y dolorosamente se nos escapa. Y no hay mucho que podamos hacer ahora. Ya no. Ni siquiera rezarle a Dios, por razones obvias. El diagnóstico, nos dicen, es irreversible. El club agoniza como ese padre que creímos inmortal hasta que un día reaccionamos y nos damos cuenta de que algo terrible está por suceder: aquel tipo indestructible y eterno hoy es un cuerpo débil y vulnerable que nos abandona. Este Independiente es eso: un padre invencible que se extingue.
¿Cómo es posible?, nos preguntamos. Buscamos respuestas, pero ninguna nos conforma. ¿En qué momento claudicó el Rey? Rascamos argumentos del fondo de la olla, pero ninguno explica eso que tanto nos cuesta entender. ¿Cuándo se jodió Independiente? Hacemos historia, repasamos momentos críticos, enumeramos presidentes. Nada nos satisface. Pero de algo estamos seguros: la renuncia de Fabián Doman es el último episodio de una serie de terror que empezó hace por lo menos veinte años.
En ese lapso, nosotros, ingenuos, no atendimos las señales. No tuvimos la lucidez suficiente para darnos cuenta de que algo no andaba bien. Nos entretuvieron. Y en la distracción, perdimos. Ducatenzeiler nos convenció con un título y el show de las Diablitas, Comparada nos encandiló con un estadio nuevo que dejó a medio terminar, Cantero nos propuso honestidad para disfrazar su inoperancia, Moyano apareció para un rescate histórico y se escapó por la ventana con el club al borde de la quiebra, y Doman, que se postuló como el salvador, duró seis meses. En el medio, un par de copas y algunas alegrías maquillaron lo que se venía. Unas dosis de anestesia para que todo siguiera como si nada. ¡Cuánta inocencia!
Ese loop de autodestrucción explica de alguna manera la actitud cíclica que tuvimos los socios y las socias durante estos veinte años. Nos la pasamos votando a un candidato a presidente con el único objetivo de echar al que estaba, ese sujeto despreciable que nos mintió, se afanó todo y encima dejó una deuda impagable. Y en la elección siguiente elegimos a otro para que se vaya al que habíamos votado en la anterior, que ahora también es despreciable, mentiroso y ladrón. El ciclo entusiasmo-decepción-votobronca es una cinta de Moebius que indefectiblemente vuelve al punto de partida. Y ahí estamos, tropezando una y otra vez con nuestra propia impotencia.
Este torneo también tuvo su pico irracional. Fue en la primera fecha cuando le ganamos 1-0 a Talleres en Córdoba con un gol en contra. Durante ese enero se hicieron más de 10 mil socios y socias, y hubo récord de venta de abonos. En el partido siguiente, el estadio estalló con 40 almas cándidas convencidas de que la resurrección era posible: perdimos 2-1 con Platense. Esta vez, el entusiasmo había durado solo una fecha. Traigan ilusiones, que ingenuidad sobra.
Aquellos que tuvimos la dicha de ser testigos de algunos de los grandes momentos de la historia del club nos convencimos de que Independiente era indestructible.
Vimos equipos invencibles formados por jugadores extraordinarios, títulos ganados en forma exquisita y gloriosas noches de copas. No había manera de combatir al gigante, de eso estábamos seguros. En realidad, ni siquiera pensábamos en esa posibilidad. Las crisis siempre eran de los otros, no nuestras. Como el viejo, el Rojo era eterno.
Me di cuenta demasiado rápido de que mi padre no lo era. Tardé varios años más en darme cuenta de que Independiente tampoco.