Hace quince días se suicidó Gabriel Báñez. Poco tiempo antes, cuando se mató David Foster Wallace, había declarado que ésa era la más natural de las muertes y que es tan irrelevante discutir sus razones como hablar de los niveles de glucosa en el caso de un coma diabético. Sin embargo, y aunque algunos obituarios ni siquiera han mencionado el tema, es imposible no pensar en el suicidio de un escritor como una forma particular de fracaso. Sobre todo cuando Báñez, tanto en su obra como en sus declaraciones periodísticas, no dejaba de referirse a él. “En el fracaso, en eso sí que creo. Digamos que soy un experto en esa materia, fracasando me muevo bastante bien. El fracaso debe ser el más genuino proyecto surgido de la condición humana, le presto atención.”
Entonces, prestémosle atención nosotros. Báñez no había ganado el premio Nobel ni se había hecho millonario con la literatura, pero no era lo que convencionalmente se entiende por un hombre de letras fracasado. Era autor de una docena de novelas, dirigía la página cultural de un diario y también la editorial municipal de La Plata que se dedicaba a la noble tarea de descubrir a escritores nuevos. Báñez era querido en su ambiente y en los últimos tiempos sus libros habían recibido buenas críticas y una atención especial desde que su última novela, La cisura de Rolando, ganara el premio Letra Sur. Más allá del reconocimiento, Báñez escribía bien y su prosa hacía honor a sus ideas: “La escritura es lo opuesto a la literatura, algo orgánico, vivo, anárquico, tumultuoso, imperfecto. Me interesa mucho la imperfección, me interesa recostarme sobre la escritura porque ahí es donde se advierten las fallas, donde respira un texto, donde aparece el equívoco.”
Efectivamente, la escritura de Báñez respira, poblada de recursos, imaginación y humor (“Era escuálida y bella, de un amarillo verdoso muy cercano al brócoli en su punto de floración”, dice Báñez para describir a una fanática vegetariana). Sin embargo, cuando se leen sus dos últimas novelas a la luz de su modo de morir es imposible no reparar, por ejemplo, en que la primera página de Cultura –un libro cuyo protagonista es una versión desdoblada del autor– habla de alguien que “no ha logrado mucho como escritor y editor” y de “la secreta convicción del fracaso”. Cultura deja en claro que Báñez era perfectamente consciente de la impostura y mediocridad del mundillo literario, de su burocracia que padece de “cinismo y anorexia” y hasta del provincianismo irrecuperable de los escritores como gremio. Pero la verdadera originalidad de Cultura y de La cisura de Rolando residen en otro aspecto. En ambos casos, Báñez ubica la batalla (y la derrota) de la literatura en el interior del lenguaje mismo, que ha sido invadido y ocupado por las ciencias sociales. En Cultura, Báñez describe cómo una funcionaria oportunista se apodera de su hábitat a fuerza de imponer una jerga saturada de términos como “planificación estratégica” y “perfil del usuario para el rediseño del marketing” y en La cisura cuenta cómo un terapeuta que practica el psicoanálisis lacaniano-peronista lo convence de la homosexualidad universal. Con notable fineza, Báñez narra en ambos casos cómo sus personajes se dejan seducir por quienes emplean esas lenguas extravagantes que los sumergen, a pesar de “su discurso desmesurado y pueril”, en un delirio del que no pueden sustraerse. Rolando ha comenzado escribiendo por no poder o no querer hablar, pero los fantasmas que lo acechan terminan alojados en el texto. No se trata ya de que la práctica del arte esté condenada por la lógica del mercado o la de la Academia, sino de que su instrumento mismo se ha vuelto estéril, acaso maligno. El descubrimiento de ese horror marca el éxito de Báñez como escritor pero también el fracaso de la empresa literaria. Tal vez convenga no hablar de ello, como nos lo advirtió con su particular elegancia.