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El futuro de las coaliciones y el fin de los presidentes fuertes

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| Pablo Temes

Ya hace veinte años los suecos Kjell A. Nordstrom y Jonas Ridderstrale escribieron Capitalismo karaoke, donde vaticinaban que el abaratamiento de las herramientas de producción derribaría las barreras de ingreso que mantenían en posiciones dominantes a las organizaciones existentes y la oferta de todo crecería más rápido que la demanda. Karaoke porque muchos, aunque en distintas versiones, cantarán la misma canción: su producto o servicio. Esto se percibe más claramente en el mundo digital actual: aparece con éxito una OTT, un servicio online de transporte urbano, de turismo, etc. y le surgen decenas de versiones.  

Si la oferta crece más que la demanda el poder de los oferentes se debilita

Esto también sucede con los partidos políticos, que como cualquier organización compite en el mercado de la economía de la atención en un contexto de oferta cada vez más fragmentada. Por eso ya casi ningún partido solo puede acumular la suficiente masa crítica de votos para ganar una elección, y las coaliciones de partidos son el método electoral que ha venido a remediar la “comoditización” de los partidos. Funcionó electoralmente en 2015 con el PRO, la UCR y el ARI en Cambiemos, y funcionó en 2019 con el kirchnerismo, el PJ y el Frente Renovador en el Frente de Todos. Pero, al mismo tiempo, no funcionó gubernamentalmente ni con Macri ni con Alberto Fernández. En el caso de Macri, porque los radicales se sintieron ninguneados y maltratados, lo que repercute hoy en Juntos por el Cambio. Y en el caso de Alberto Fernández, porque el acecho real o simbólico de la figura de Cristina Kirchner restó capacidad de decisión al Ejecutivo.

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Si las coaliciones son la forma perenne con que la democracia representativa se adapta a las condiciones de posibilidad sociales de esta época, se precisará también adaptar el sistema de elección interna dentro de ellas y de reparto del poder y responsabilidades de gobierno tras su triunfo. Las PASO, por ejemplo, tan útiles en muchos sentidos, precisan ser adecuadas para permitir en las fórmulas ejecutivas la combinación de candidatos entre la lista vencedora y la que salió segunda: presidente de una y vice de la otra; y así sucesivamente en los diferentes territorios.

Lo mismo con la distribución de áreas de gobierno. Macri distribuyó premios consuelo entre los radicales y Alberto Fernandez aceptó que al ministro de un ala de la coalición lo secunde un virtual viceministro de la otra ala, haciendo que este último funcione como comisario político impidiendo total o parcialmente las acciones del primero. Un ejemplo es Justicia, con la ex ministra Marcela Losardo y secretario de Justicia Juan Martín Mena. O el ministro Martín Guzmán y sus inconvenientes con el secretario de Energía, Federico Basualdo, los primeros albertistas y los segundos cristinistas.

Los países que tienen más larga experiencia en gobiernos de coaliciones, Alemania es el caso emblemático,  distribuyen las responsabilidades ejecutivas por áreas completas, dándole ciertos ministerios a un partido de la coalición y otros al/los otro/s. Eso requiere acuerdos previos  a formar gobierno, lo que en un sistema presidencialista y no parlamentario debe hacerse antes de la elección.

Un ejemplo sería el de Juntos por el Cambio, donde los candidatos de cada partido con mayores posibilidades de acceder a la fórmula presidencial, Rodríguez Larreta y Facundo Manes, tienen perfiles distintos que, complementados previamente, permitirían maximizar atributos haciendo de las diferencias ventajas y no anulaciones. Podría plantearse una interna donde el ganador sea presidente y el segundo vicepresidente, pero un vicepresidente ejecutivo con una serie de áreas (ministerios) a cargo bien específicas en función de sus competencias personales o del ethos de su partido. El ejemplo de Manes es el más claro, porque se recorta su superior excelencia en los saberes relacionados con el desarrollo humano, que a la vez es el gran problema de la argentina actual con la mayoría de los más jóvenes carenciados. Una especie de Sarmiento o Avellaneda del siglo XXI, de quien dependan los ministerios de Educación, de Salud, de Desarrollo Social, de Ciencia y Tecnología y de Cultura.

Las Naciones Unidas producen un índice que mide la evolución de la riqueza de las naciones, que se forma con tres componentes: recursos naturales, inversión en infraestructura y desarrollo humano de su población. No hace falta recurrir a las nociones de biopolítica de  Foucault para comprender que la calidad de los recursos humanos de una sociedad es determinante para el grado de desarrollo económico que podrá alcanzar.

Pero independientemente de este ejemplo, donde el liderazgo de Facundo Manes en desarrollo humano debería ser un capital que pudiese ser utilizado incluso si ganase el Frente de Todos, lo importante siempre es lo sistémico, lo que trasciende a las personas, y sin importar quién sea el presidente en 2023, no será un presidente con los atributos de autosuficiencia que tuvieron Macri, el matrimonio Kirchner, Menem, o Alfonsín. Probablemente Macri haya sido el último presidente que intentó –y en alguna medida logró– ejercer el poder de manera más absoluta. Y probablemente Alberto Fernández sea el primer presidente de una saga donde ninguno podrá volver a ejercer el poder de la manera en que se hizo en el pasado.

A los presidentes no fuertes deberían equilibrarlos coaliciones fuertes, institucionalizadas, con reglas de división del poder y acceso a él dentro de ellas mismas sólidamente establecidas, con pactos de acción transparentes frente a la sociedad que los votará. Volviendo a los suecos Kjell A. Nordstrom y Jonas Ridderstrale (el presidente de la asociación de consultores políticos y columnista de PERFIL Carlos Fara suele citarlos): una oferta mayor a la demanda inevitablemente debilita a los oferentes; por el contrario, el monopolio y en menor medida la posición dominante, los empodera.

El humor de época conduce a certezas débiles, narrativas débiles y conductores débiles

Vivimos una era de poderes débiles y relatos débiles donde los modos terminan haciendo la diferencia que no producen las ideas. Líderes como Cristina Kirchner o Mauricio Macri quizás terminen representando eslabones de una época a la que no se podrá regresar. Una época caracterizada por certezas fuertes, narrativas fuertes y conductores fuertes.