COLUMNISTAS

El futuro ha llegado

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Por recomendación de Stephen y Sharon, lectores incansables y bibliotecarios retirados de la New York Public Library, Flavia y yo decidimos que era hora de tener un Kindle. Nuestros amigos no son jóvenes nerds que se pliegan a la moda: fue su oficio el que los llevó a apreciar el cambio en toda su dimensión. Hace unos días que Flavia y yo tenemos un Kindle cada uno (nos lo regalamos recíprocamente) y recién empezamos a darnos cuenta de lo que significa vivir en la transición entre una época y la próxima. Yo había leído antes en la computadora, pero este pequeño aparato (hablo de la versión Paper White: manuable, óptimo para leer y sin capacidades adicionales) es una bomba contra el pasado. Después de vivir rodeado de libros, de tener por ellos un amor fiel y constante, no puedo menos que resignarme a la evidencia: a menos que nuestro fetichismo por el objeto sea demasiado fuerte, una gran parte de la biblioteca ha pasado a ser irreversiblemente prescindible.

Doy tres ejemplos de lo que el Kindle implica. Uno: Flavia no sale de viaje sin su Séneca, su Thoreau, su Tolstoi y sus poetas japoneses. Ahora todos caben en una cajita que pesa 200 gramos. Otro: durante años acumulé libros de Chesterton. Cada vez que veía uno nuevo me lo compraba. El pequeño hobby me costó una fortuna. Ahora tengo ochenta libros de Chesterton en el Kindle que me costaron en total cuatro dólares. Ultimo. Durante meses venía leyendo todas las noches el gran mamotreto de Proust en una traducción dudosa (como todas) y en una vieja edición destartalada. Bajé gratis el segundo tomo del original, me di cuenta de que –con la ayuda del diccionario incorporado– estaba a mi alcance y seguí en francés. Nunca me habría comprado el libro para ver si era capaz de leerlo. La abundancia del lector virtual no se agota en el dominio público. Los libros nuevos cuestan la mitad y gracias a una piratería que por ahora Amazon tolera y hasta diría que estimula, hay en la web muchísimo material gratis en castellano. Un lector de policiales, por ejemplo, puede leerse todo Simenon o todo Agatha Christie sin problemas, así como los pulps más inhallables. Y todo esto recién empieza.

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Además de su prodigiosa tecnología, el Kindle tiene algo revolucionario y también algo aterrador. Lo primero es que implica una vuelta al texto en medio de lo que se supone es la era audiovisual. Por ahora al menos, no admite colores ni sonidos ni imágenes que se mueven. Un gran paso hacia adelante que, bajo la apariencia de una limitación, le devuelve a la lectura su potencia simbólica y su exclusividad. En cuanto a lo aterrador, tiene que ver con la cercanía que lo enorme tiene con lo infinito, ese abismo que Borges intuyó en La biblioteca de Babel y que Stephen King actualizo en Ur. En esta novelita electrónica escrita en 2009 para promocionar el Kindle (y que no está en papel), un profesor de literatura se encuentra con un Kindle diferente que, entre otras cosas, contiene toda la literatura: no sólo la de este mundo, sino la de otro millón de mundos posibles. Aparecen así, por ejemplo, libros no escritos por Hemingway, pero que podrían ser perfectamente suyos. En el fondo, esto es lo que ocurre con la literatura real: sus caminos inexplorados y secretos son tan frondosos que su inmensidad nos pierde.