La semana que viene participaré de un Coloquio que reunirá a una notable tribu de especialistas en Pedro Henríquez Ureña, el dominicano que dictó exactamente hace cien años, en la ciudad de la Plata, la conferencia “La utopía de América”.
La efemérides no tiene solo que ver con el pasado sino, sobre todo, con el futuro, y es por eso que nos pareció oportuno atravesar los desgarramientos actuales de las sociedades americanas con una pregunta sobre el sentido de nuestro estar en el mundo (americano).
Las circunstancias han querido que yo tenga que hablar en nombre de un colectivo, la Cátedra Libre de Estudios Filológicos Latinoamericanos Pedro Henríquez Ureña, cuyas tareas coordino en la UBA, por encargo del consejo directivo y con el patrocinio del ya casi centenario Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas Dr. Amado Alonso. Tan señeros nombres, a los que se suman los de quienes me acompañan en la empresa, me obliga a todas las precauciones del caso, porque no puedo expresar solo mis propias convicciones sino las de un grupo que se está constituyendo en relación con acontecimientos como este Coloquio.
En las últimas semanas hemos estado conversando sobre una serie de principios (que proponemos semanalmente a la discusión general) que orienten nuestro trabajo, nuestro pensamiento, nuestra imaginación. Copio aquí algunos.
La Cátedra Libre de Estudios Filológicos Latinoamericanos Pedro Henríquez Ureña se propone recuperar los saberes sobre los lenguajes, los textos y los acontecimientos de discurso acumulados durante el largo ejercicio de la filología novomundana como fundamento de una expresión.
Entendemos “expresión” como un conjunto de gestos (verbales, corporales, raciales, tonales) que caracterizan no solo un determinado uso de tradiciones lingüísticas y culturales heredadas sino, sobre todo, una posición ante el mundo y la posibilidad de imaginar una “comunidad de destino”.
Nos situamos más allá de las cruentas dialécticas históricas (centro/periferia; local/global; autóctono/cosmopolita, liberal/populista) a las que nuestra vida común fue sometida. La “expresión” no es solo asunto poético sino, sobre todo, una perspectiva teórica y política, un lugar de enunciación y de construcción de saberes.
Si la filología es una “ciencia de la vida”, lo es también de lo comunitario o, para decirlo rápidamente, de los pueblos. Entendemos “pueblo” no tanto como un conjunto de vínculos reificados sino (repito) más bien como una “comunidad de destino”. La filología trabaja para ese pueblo que falta.
Como esa falta sucede en el contexto de unas convulsiones que asociamos con la globalización nos es necesario situarnos en el mundo para definir nuestro(s) “mundillo(s)”. Ningún sectarismo, ninguna aduana, ninguna frontera. Nuestro mundillo y el mundo, que son ambos contrarios a los afanes homogeneizadores de la globalización, se definen por una línea punteada que deja que todo pase de un lado al otro, sin adentro o afuera definitivo y duradero.
Imaginar ha tomado siempre como objeto lo ausente, lo que no está, lo que podría estar o ser, lo que interpela nuestro deseo. Pensar se relaciona por lo general con lo existente, pero nos parece que estamos en las condiciones justas para pensar lo que todavía no ha existido y forzar nuestro propio pensamiento para llevarlo a lo desconocido: a otros lugares, a otras formas de organización (económica, social, erótica) de la vida en común, a un tiempo que solo puede existir después de una discontinuidad: el día después de mañana.
Un haz de pensamiento es solo eso: un manojo de briznas de sentido que nos vienen como herencia de la tierra mezcladas con otras briznas que decidimos incorporar de un presente que, aunque hegemónico, no debe entenderse necesariamente como enemigo. La utopía americana, porque así se llama, no puede terminar nunca de constituirse del todo: es un proceso constituyente, orientado por una idea cierta del Bien.
Escuchen, decimos, la expresión de un pueblo en falta y que usa como vehículos diferentes lenguas y diferentes tecnologías (desde el relato hasta el twitt, que en español significa “gorjeo”).
Como nos interesa el canto (una canción de cuna o una melancolía del terruño) es que queremos recuperar los saberes filológicos para mejor describir lo que nace, lo que vive, lo que todavía palpita.