César Aira termina el prólogo a Novelas y cuentos, de Osvaldo Lamborghini, con esta anécdota: “Osvaldo conocía a Hegel principalmente a través de Kojève, a cuya interpretación adhería a la vez que no se la tomaba muy en serio (la misma ambigüedad tenía con Sartre, en cuyos libros encontraba, quién sabe por qué, una cantera inagotable de chistes). Pero también había leído a Hegel, y la última vez que lo vi, el día que se marchaba a Barcelona por segunda vez, tenía en las manos las Lecciones sobre la filosofía de la historia; lo había elegido para leer en el avión, cosa que me explicó así: lo había abierto al azar, en una librería, y advirtió que en esa página casual Hegel hablaba de... Afganistán. (¡Afganistán, Afganistán!). Eso le bastó.
Por supuesto, Lamborghini escribió en 1982 un texto al que llamó “Las hijas de Hegel” y que quedó inédito después de su muerte.
Por su parte, Valentín Roma constató que en la biblioteca barcelonesa de Lamborghini los únicos libros de autores argentinos eran Boquitas pintadas (1969) y Pubis angelical (1979) de Manuel Puig, la Obra completa de Borges y algunos libros de Roberto Arlt. Hegel está presente, además de Escupamos sobre Hegel (1973), de Carla Lonzi. Escrito en 1970, ese libro decisivo para el desarrollo de teorías disidentes de la subjetividad se publicó en italiano en 1972.
Casi al mismo tiempo, Alejandra Pizarnik había declarado en Sala de psicopatología (1971): “Soy una perra, a pesar de Hegel” y se había despedido al mismo tiempo de una concepción teleológica de la historia y de una cultura agobiante para dar paso al acontecimiento de lo que está siempre naciendo: “adiós sujeto y objeto,/ todo se unifica como en otros tiempos, en el jardín de los cuentos/ para niños lleno de arroyuelos de frescas aguas prenatales”.
Entre Pizarnik y Osvaldo Lamborghini hay otro ejercicio hegeliano: es precisamente Pubis angelical, donde se propone una versión de la historia desanudada por completo del magisterio del más antipático de los filósofos de todos los tiempos. Allí, como se recordará, hay un personaje que se llama Ama. Para suspender la dialéctica hegeliana del Amo y el Esclavo a Puig le basta una sola pregunta: “¿No prefieres que te domine yo?”.
Así como antes en El beso de la mujer araña (1976) Puig había consignado la pregunta “¿Qué es ser hombre, para vos?”, en Pubis angelical se lee: “La verdad es que soy una de esas personas, o mujeres, lo cual no sé si encaja en eso de persona”.
Osvaldo Lamborghini, con todas sus negaciones de negaciones, es el poeta definitivamente atrapado en el marco hegeliano de los trascendentales. Pizarnik, si se quiere, es la víctima de ese sistema.
Si en Pizarnik se dejaba leer un proceso especular de desfiguración en el espejo (lo que es un poco más parecido a lo de Carla Lonzi), en Lamborghini no deja de leerse fatalmente una sentencia de identidad que se corresponde más bien con la tradición hegeliana más erudita de la generación anterior a la teoría feminista de Carla Lonzi.
Como a Puig nunca se le reconoció capacidad de crítica (sino apenas de imitación), recién ahora somos capaces de darnos cuenta de que su pensamiento estratégico sobre el presente y sobre el futuro reposa en un rechazo categórico de la causa de un sujeto único cuya marcha hacia su emancipación habría que patrocinar.
Mejor es entregarse a la algarabía de las multiplicidades, de lo mezclado, de lo que nunca alcanza a capturarse con un nombre (hombre/mujer), y de lo que abraza las circunvalaciones temporales de lo que vuelve una y otra vez (y siempre distinto).
La historia, más allá de las manías hegelianas, no tiene fin. Lo más parecido a ese medio sin fin son los gestos, y de ahí la predilección de Puig por escenas y gestos, lo que se ha identificado como un cultivo del camp (ese gusto por la gestualidad exagerada).