“Una buena novela nos dice la verdad sobre su protagonista; pero una mala nos dice la verdad sobre su autor.”
Gilbert Keith Chesterton (1874-1936)
Ahí estaban, otra vez frente a frente: Angel Cappa, el amable señor de los libros, y Ricardo Caruso Lombardi, el técnico de los electrodomésticos y los musicales con Tinelli. El baile fue previsible: un equipo aún chico o en formación siempre será más que otro sin vuelo y a la deriva. Huracán hizo tres y con delanteros podría haber alcanzado cifras insólitas. Grazzini metió uno, pobre, como sin querer.
Aun en la mala, los dos entrenadores sostuvieron la identidad que los identificó en su reciente momento de esplendor. El principista, aferrado a la estética como a un salvavidas en medio de un tsunami; el chanta simpático, refugiado en su idea básica: conservar hasta lo que no se tiene, especular, no abandonar nunca esa confortable caverna de Platón en la que hace vivir a sus equipos. Huracán jugó lindo. Racing fue un espanto: sus jugadores le pegan como en un gigantesco metegol, con molinete y a la que salga, ¡pim, pam, pum!; todos paraditos en línea, la pelota disparada como bala de cañón. Da impresión.
¿Que se podía esperar de este enfrentamiento entre pobres? Casi nada. Y eso pasó: nada. Huracán lo ganó solo. Le alcanzó con hacer sombras chinas frente a un equipo sutil como un durmiente de quebracho que salió a la cancha con seis defensores centrales, un lateral, un volante defensivo, un medio delantero y un 9 inflado, en todo sentido. Ay.
Uno y otro técnico, sobreactuando sus características profesionales más notorias, vienen de ser las caras de la campaña de lanzamiento de El Gran DT, el concurso de Clarín. En el aviso los dos se desafiaban: “¡4-3-3 y todos arriba!”, decía Cappa; “¡4-4-2, todos abajo!”, le contestaba Carusito antes de arriesgar sus símbolos patrios en la apuesta: la barbita candado o el bigote. Fue notable: con estilos opuestos, los dos llegaron de la mano a la gran masividad. Un fenómeno tan rápido como fugaz. Duró lo que un suspiro.
Mientras Cappa y Caruso disfrutaban de su momento de gloria, sus equipos mutaban fatalmente. Huracán todavía sufre esa diáspora: menos Bolatti, se le fueron casi todos. El furor se convirtió en frustración y el endiosado ideólogo del buen juego pasó a destacarse en los resúmenes de la tele como el máximo puteador de árbitros. ¿Racing? Se convirtió en una feria americana repleta de paquetes donde algunos se iban y otros llegaban, con su bolsito. Una especie de American Idol futbolero que le abrió las puertas a cualquier audaz con sueños de triunfo. Pero eso no es lo peor, colegas: lo peor fue que... varios de ellos quedaron. Glup.
Daba ternura verlos ayer: uno que permanece por el pedido de su gente y otro que está a punto de salir eyectado por idénticas razones. Así de cambiantes son las cosas en los cuentos de hadas, chicos. Un toque de varita mágica y ¡zas! cualquier Cenicienta hace pata ancha en el baile de las más lindas con su zapato de cristal, su lujoso carruaje y una fila de envarados lacayos. Un delirio con final feliz y moraleja que sólo pudo salir de la calenturienta mente de un pícaro burgués parisino del siglo XVII como Charles Perrault (1628-1703), autor de otras perversiones clásicas de la literatura infantil como Caperucita Roja, La bella durmiente y Un gato con botas.
El problema con las Cenicientas de verdad, diría Heidegger, es el ser y el tiempo. Sobre todo el tiempo, porque a las doce, ya se sabe, los vestidos se esfuman, el carro lujoso vuelve a ser un zapallo; los lacayos, ratones de cañería y... chau fantasía. Esto ya ha pasado y si no recuerden los casos del Ogro Fabbiani, Martín Lousteau, Maju Lozano, Juan Carlos Blumberg, Fukuyama, Carlitos Nahir Menem o Jim Braddock, que en la peli de Russell Crowe ganaba el título pero en la primera defensa fue noqueado por Joe Louis. Así es la vida de verdad, muchachos.
Con este envión anímico, quizá Huracán reaccione. Veremos. Lo de mi pobre Academia es, claro, bastante más complicado. Su entrenador, un amante de la épica guerrera, siempre propuso la gesta heroica, puramente hormonal. Durante el torneo pasado apuntó al orgullo de sus jugadores, a su corazón, a la gloria perdida, a las cenizas desde donde debían resurgir, juntos. En fin, resulta que con ese discurso primario onda cervecería de Munich en los años 20 y todos colgados del travesaño... se salvaron. Un objetivo cumplido que en lugar de alivio o serenidad provocó un nuevo conflicto entre aquellos que creímos ver en esa elogiable supervivencia el techo de Caruso y los que –acompañando su propia percepción y la de una dirigencia so naïf– juraban que ése era apenas su piso.
Un error de percepción nada menor que otra vez se lleva puesta a la institución y la deja en crisis total, bailando tap en la cornisa, como si nada. Una historia circular donde todo se repite infinitamente, especialmente lo malo.
Ya saben, el viejo estigma de toda enseña celeste y blanca, compatriotas.