Y se terminó el verano. No, no me muestre el calendario, ya sé: se va a terminar a fecha fija el 21. Pero a mí, que amo el sol y el calor (no lo comente, querida señora, porque cada vez que lo digo en público la gente me odia), se me termina el verano con el último día de enero y veo en lontananza la odiosa figura del frío invierno. ¿Y qué puedo hacer? Nada. Me resigno. Acudo al recuerdo de mis lecturas y pienso en antiguos señores que imaginaban que todo pero todo provenía de los dioses, cosa sumamente cómoda porque no hay nada mejor que tener a mano a alguien a quien echarle la culpa. Y para aliviar un poco el panorama esos mismos señores personalizaban las estaciones, cosa que no sé si es cómoda pero sí sé que es atractiva. Algo había que hacer y esas invenciones parecían aclarar los misterios del mundo. Y así el invierno era un viejo de capa y barba blanca, el verano un gordito rubio desnudo, la primavera una doncella platinada de túnica dorada y el otoño un individuo tipo Guillermo Tell vestido de cuero color herrumbre desde el sombrero hasta las botas. Precioso, y además pasaba por ser una solución al misterio de la vida en este mundo. Al fin y al cabo este mundo es misterioso y, como dijo un tal señor Adams, “el hecho de que estemos viviendo en la superficie de un planeta cubierto de gas que gira alrededor de un globo de fuego que queda a noventa millones de millas y creamos que eso es perfectamente normal, es evidentemente una indicación de que nuestra perspectiva anda altamente desorientada”. Maravilla total, la del señor Adams. Desde la personificación de las estaciones hasta la ley de gravedad del señor Newton y de ahí a la relatividad general y especial del señor Einstein y de ahí a la física cuántica hay un paso muy largo. O muy corto, según desde donde se mire, eso no importa. Lo que sí importa es que el mundo sigue siendo algo muy pero muy lleno de misterio. Qué suerte, estimado señor: podemos seguir soñando.