COLUMNISTAS
Ensayo

El guión de la violencia

Escritor, ex canciller y amante del cine, Bielsa brinda en este texto una supuesta ficción anclada en el violento Conurbano bonaerense, asolado por bandas juveniles. Basado en hechos y en personajes reales de la áspera marginalidad argentina, el relato tiene todos los condimentos de un gran film, al estilo del brasileño Ciudad de Dios o del colombiano La virgen de los sicarios.

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Arrancan las tumbadoras con casco de madera y las timbaletas, con la pantalla blanca, vacía. Después se van sumando los bongós y los bongós profundos, el cajón peruano, el palo de agua, las maracas, los colgantes de caña, el surdo y el berimbao brasileños, y el cencerro de mano, mientras que en la pantalla un piso de cenizas retrocede en el tiempo, como suspendido en vilo por la cresta de un oleaje, y va ajustando una foto vieja, con los colores virados al amarillo metálico, para absorber toda la luz azul, una foto de 1996, como si cada añico de la foto tuviera vida propia y eligiera con quién va a aparearse, hasta que finalmente, cuando la percusión alcanza el clímax sonoro, se ve la imagen completa.

En ese momento la banda cambia a Tengo tango, el tema de Alberto Filipovic, y la cámara enfoca la foto.

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Es el ataúd de pino sin cepillar donde yace “Trompa Chico”, con el rostro destrozado a martillazos y un barbijo que le mantiene cerrada la boca, y detrás de él están el “Tanga”, “Poxi” y el “Monje”, sus lugartenientes y mejores amigos.

En el borde del féretro se consume para la eternidad el famoso cigarrillo de marihuana, y a la altura del pecho de “Trompa Chico”, entre la mortaja y piezas de batista y de raso blanco, hay un bulto que bien puede ser la pistola que dicen que lo acompañó a la tumba.

En un sólo plano secuencia, la cámara va girando alrededor de la foto, mientras que la voz del narrador comienza a relatar lo que sucedió minutos antes de que fuera tomada.

La voz tiene que ser neutra, profunda y sin matices, una voz profesional que sabe lo que está haciendo.

A medida que relata que antes de que la foto fuera tomada, comenzó la despedida con cincuenta disparos al aire, el adiós a un jefe de veinte años, humo de marihuana y la explosión de dos bombas de estruendo, frente a veinte policías del Cuerpo de Infantería bonaerense, que impasibles se miraban los borceguíes, la cámara se detiene en el mismo lugar en que comenzó a moverse y se acerca a la cara de “Trompa Chico”, ese rostro que me obsesiona, al que vuelvo una y otra vez, como si quisiera encontrar en mitad de ese panteón de tajos, magulladuras y deformaciones un mensaje para entender lo que cuenta el narrador.

Muy lentamente el color comienza a hacerse más luminoso, desafiando a las sombras, como el “Tanga”, “Poxi” y el “Monje” desafiaron la lente de la máquina de fotos barata que amonedó ese momento, porque en su expresión no hay contrición ni despedida, esos sentimientos inherentes a los deudos y a los velorios, sino reto y jactancia, y mientras la luz hace su obra de comenzar a quemar todo trazo, el narrador precisa que a mediados de 1995 “Trompa Chico” asesinó a un sargento primero que intentó impedir un asalto a un autoservicio de Villa Pineral, engorda la luz, en noviembre de ese año mató a otro sargento de la Policía que no quiso entregar su automóvil, en marzo de 1996 ametralló la comisaría de Villa Pineral en represalia por la muerte de un amigo en un tiroteo con la Policía, la luz detona, y en abril de 1996 entró a la villa Carlos Gardel con dos amigos a vengar una deuda por un trabajo con una banda del lugar, donde mató a un ex socio e hirió a otros cinco.

La luz enceguece al espectador, que apenas ve manchas de color que lo desmoralizan, manchas agrandadas de la sangre seca y acartonada en las heridas del rostro de “Trompa Chico”, el rostro destrozado a martillazos por el boliviano Ruiz, cuando él y la chica a la que el quiosquero también mató a martillazos entraron a buscar cocaína.

Ahí suena Astor Piazzola con el Quinteto, tocando Fracanapa o Escualo, por el glissando del violín de Agri del comienzo, y aparece el video de la madre de la chica relatando que su hija le tenía terror a “Trompa Chico”, que no entiende qué podían estar haciendo juntos y sin derramar una lágrima dice que ahora tiene que comprarle una cuna nueva al bebé, que no es hijo de “Trompa Chico”, aclara, sin lágrimas, porque cuando hacían lugar en el cuarto para colocar el ataúd de la hija se les rompió la pata.

La cámara hace un travelling con estabilizador, veloz y flotante, el de Kubrick en La patrulla infernal, dentro de un pasillo de la villa “El Mercado”, como si el ojo retornara al pasado, y la imagen se funde con el video casero de “Trompa Chico” jugando al fútbol, con diez u once años, junto al “Trompa Grande”, el hermano que no pudo asistir al velorio del menor porque estaba recluido en el penal de Sierra Chica, con una camiseta de River, relatando el partido, como dicen que lo hacía siempre, ya un jefe, reclamando la pelota con disgusto, ese rostro infantil amargo y sin mañana, practicando a pasos agigantados la ley del lugar, si no mandás te mandan, ese rostro de una persona diferente de la que está jugando el partido de fútbol, el rostro del féretro de pino sin cepillar, el que busco comprender, el rostro de un yonkie en un barrio obrero de Madrid, el de Zé Pequenho en Cidade de Deus, el del muchachito medellinense de Fernando Vallejo en La virgen de los sicarios, que se pasaba el día entero ante el televisor cambiando la imagen a cada minuto, sin saber ni inglés, ni francés ni nada, sólo el lenguaje universal del golpe, el que Susana Viau descubrió en la puerta del supermercado.

“Llegué apurada con el taxi y dos niños se acercaron al auto. El más grande, como de doce años, se empinó y por la ventanilla apenas abierta pidió una moneda. El chofer se la dio. El más chiquito, de siete u ocho, fiscalizaba la situación y le indicó: ‘Pedile más al chabón, pedile más’. No levantaba un palmo y sin embargo parecía ser el que manejaba las cosas. Una insanable banalidad me llevó a abrir la bocaza y hacerle al mayor un comentario que, en el fondo, en el fondo, buscaba establecer complicidades. ‘Está re loco tu amigo’, le dije sin pensar que me deslizaba a una región que nunca terminará de serme conocida. El chiquito preguntó: ‘¿Qué te dijo? ¿Qué te dijo?’. El amigo, obediente, le contó: ‘La señora dice que estás re loco’. Al niño, o a lo que debió ser un niño, algo debió sonarle mal. Pensó un segundo. Luego me miró con indiferencia, me midió de arriba a abajo y con una voz sin emotividad, ni de chico ni de adulto, me advirtió: ‘Estoy re loco, pero te puedo matar’.”

Una vez leí que las cien mil millones de células del cerebro humano organizan sus sinapsis de conformidad con estímulos externos, que una sinapsis es una conexión eléctrica entre dos células cerebrales, que la mente humana es una red en constante cambio, y que el amor es un promotor genético cerebral, que el cariño es importante en el mantenimiento de la química del cerebro y en su escultura.

Tal vez eso es lo que debiera decir el narrador mientras se desarrolla el video con el partido de fútbol, con el Quinteto ya en la fase final, o no, tal vez debería decir que no se valora en otro lo que no tiene valor para uno, y que si la vida propia no vale nada tampoco vale nada la ajena, o que si sabés que vas a morir joven un hombre mayor te parece alguien que ya vivió demasiado, porque es mucho más de lo que vas a vivir, o que si lo que más querés en la vida es un par de zapatillas, un par de “llantas”, vas y lo tomás, ya vamos a ver cuál es el texto que queda.

Lo que tengo claro es el final.

La imagen cobra un carácter más inmediato y cercano, por lo que hay que usar cámaras pequeñas y móviles con las que sea posible trazar panorámicas, barridos, rápidos acercamientos a lugares o a rostros o a títulos de diarios, generar una sensación de mareo con el frenesí del movimiento y el montaje de los planos impidiendo que el ojo se centre en la acción anegado por la sensación, un poco como Paul Greengrass en United 93.

La banda sonora es Javier Casalla con el violín corneta, quizás Veinte locos veinte o Con los pies sobre el cielo, el narrador debe relatar que el hijo de “Trompa Chico”, de once años, fue acusado de haber participado del asesinato de un ingeniero junto a tres cómplices de catorce, quince y dieciocho años.

“Trompita”, tercera generación, se refugió después del hecho en una villa de la zona de El Palomar, lugar donde los vecinos lo protegen.

El de dieciocho años está preso, el de catorce a disposición de la Justicia de menores y el de quince es el sospechoso de haber efectuado el disparo que terminó con la vida del ingeniero, quien llegaba a su casa a bordo de un auto importado.

Los gritos de la esposa hicieron que los pibes escaparan sin concretar el robo, pero baleando al conductor. ¿Los “pibes”? “Trompa Grande”, “Trompa Chico”, “Trompita”, ahí entran las tumbadoras con casco de madera y las timbaletas, con la pantalla que se va diluyendo, como si cada vez le pusiéramos más agua a una acuarela.

Después se van sumando los bongós y los bongós profundos, el cajón peruano, el palo de agua, sin maracas, ni colgantes de caña, ni el surdo y el berimbao brasileños, ni el cencerro de mano, sin melodía ni rumor de lluvia, sólo palo, golpe, madera, cuero, hasta que queda un color rojo, rojo tiépolo, rojo de sangre coagulada, el color correspondiente a la frecuencia más baja de luz discernible por el ojo humano.

Tengo que pensarlo mejor, con tiempo. Ni la situación ha llegado a su fin, ni lo peor ha quedado atrás.