COLUMNISTAS
Libros

El haiku infinito

Me invitan unos días al Tigre, a una casa sin Internet ni televisión ni biblioteca. Le digo a un amigo que tengo miedo de quedar atrapado en un haiku infinito y me dice que quizá ése sea un buen título para algo.

|

Me invitan unos días al Tigre, a una casa sin Internet ni televisión ni biblioteca. Le digo a un amigo que tengo miedo de quedar atrapado en un haiku infinito y me dice que quizá ése sea un buen título para algo. Me ve preocupado por mi perspectiva de abstinencia electrónica y con gran esfuerzo me presta su e-book Kindle para que lo lleve. Tiene casi todo Proust, Dostoievski, algo de Henry James, Julian Barnes y más cosas que no me acuerdo, me dice. Decido llevarlo en lugar de acarrear libros de papel. Avanzo en la lancha colectivo, por el Arroyo Toro, embadurnado en Off. Si tengo el repelente y el libro electrónico estoy bien, pienso. Desembarco, sigo por unos caminitos indicados en el mapa que me mandaron por mail y encuentro la casa. Tiene una galería con sillas que da a un canal angosto y tranquilo. Los anfitriones duermen y en los días siguientes van a seguir durmiendo casi las 24 horas, a veces alternados, en postas, como si se turnaran para seguir soñando un mundo que depende sólo de ellos. En ese silencio enciendo el Kindle. Siempre quise leer todo Proust en un verano, pero cuando el narrador me está describiendo la penumbra de la infancia esperando que su madre suba a darle el beso de las buenas noches, las oraciones largas me obligan a volver atrás con un botón, para ver con qué sujeto estaba concordando el verbo distante y pienso que quizá sea mejor pegarle una ojeada al principio de Las alas de la paloma, entonces en la página cuatro me doy cuenta de que vi la película, así que paso a curiosear buscando partes de Los hermanos Karamazov, que leí hace quince años, busco el sermón junto a la piedra, no lo encuentro, pongo Julian Barnes (porque con el e-book uno no “abre” sino que “pone”, como en la tele). Y así sigo dando vueltas, en un zapping textual. Hubiera sido perfecto traer ese gran tomo verde de Proust con la traducción de Salinas que tengo en casa. Sólo eso, y que el papel me obligara a desenchufarme y quedarme en Proust, en el tiempo perdido de su prosa. Guardo el Kindle, voy a la orilla y me entrego al haiku de la sombra del sauce.