La literatura especializada sobre la Primera Guerra Mundial ha adquirido tal dimensión que a una persona no le alcanzaría la vida para leerla. Sólo a fines del siglo XX eran ya más de 20 mil piezas entre libros y artículos. Alguien interesado en cualquiera de sus episodios, por pequeño que sea, encontrará decenas de libros enteramente dedicados al tema. Hay obras sobre el trato dado a los animales, sobre la evolución de los distintos uniformes o sobre qué podría haber pasado si no hubiera pasado lo que pasó. Todo parece haber sido analizado y desmenuzado por académicos de medio mundo. Hay también excelentes sitios de internet dedicados a recordar y honrar a los soldados. Sólo uno de ellos recibió en 2012 más de un millón de visitas. Documentos, informes reservados, cartas, diarios personales, fotografías, registros sonoros, filmaciones, nada ha quedado sin explorar. Conocemos las palabras que pronunció el emperador austríaco al saber de la muerte de su heredero –al que detestaba–, el carácter inestable de uno de los comandantes alemanes o la furia de Winston Churchill contra reyes y emperadores que eran primos entre sí y no se esforzaban por detener la guerra. ¿Por qué tanto interés? Creo que, a pesar de tanta información, aún nadie ha podido responder en forma convincente las preguntas básicas de por qué estalló la guerra o por qué fue tan larga y destructiva. Hay respuestas para todos los gustos: la ambición alemana de convertirse en una potencia mundial, la dinámica del imperialismo, la “fuga hacia delante” para evitar los conflictos sociales internos que generaba la industrialización en las principales naciones, las personalidades de los protagonistas políticos y militares. Todas son válidas y no se excluyen entre sí. Eric Hobsbawm advierte que, a diferencia de guerras anteriores, impulsadas por motivos limitados y concretos, la Primera Guerra Mundial implicaba objetivos mucho más amplios, como el deseo de Alemania de convertirse en una potencia mundial (de ahí su desafío a la supremacía naval británica) o el de Francia de no quedar relegada en el concierto de los poderosos. “Eran objetivos absurdos y destructivos que arruinaron tanto a los vencedores como a los vencidos. Precipitaron a los países derrotados en la revolución y a los vencedores en la bancarrota y el agotamiento material”, dice el historiador inglés. Hay quienes ven el conflicto como trágico e innecesario; otros, como inevitable. El desconcierto que se apoderó de sus protagonistas, que marcharon a una guerra que imaginaban breve y dinámica, y se enfrascaron en una carnicería que duró más de cuatro años, hace lo propio hoy con quien se asoma a la crisis de julio de 1914 y observa cómo la Europa civilizada, que había alcanzado un progreso científico, cultural y económico único en la historia, se encaminaba a una guerra salvaje que la devolvería a los tiempos medievales. La Gran Guerra es un hecho crucial del siglo XX, del que se derivaron el comunismo y el fascismo, la Segunda Guerra Mundial, la desestabilización de Medio Oriente o el ascenso de Estados Unidos como potencia mundial, y que costó la vida a más de 14 millones de personas. Como dice el historiador Christopher Clark, para un lector del siglo XXI lo que más impacta de ella es su asombrosa modernidad: comenzó cuando un escuadrón de combatientes suicidas atacó el paso de una caravana de automóviles en Sarajevo; detrás de ese crimen había una organización abiertamente terrorista con un culto al sacrificio, la muerte y la venganza; una red extraterritorial, sin una clara ubicación geográfica o política, desperdigada en células a través de las fronteras de los países, con una cantidad imprecisa de miembros y con vínculos oblicuos, ocultos y muy difíciles de discernir con distintos gobiernos. Pero no sólo en eso la Gran Guerra es actual. También se desarrolló en un sistema internacional en el que actuaban fuerzas complejas e impredecibles, que incluía imperios declinantes, potencias emergentes, nacionalidades en pugna: un escenario similar al que vive el mundo desde el final de la Guerra Fría. Hasta su léxico continúa vigente hoy, cien años después, en varias lenguas, como cuando decimos que somos “bombardeados” por los medios de comunicación, que estamos en la “línea de fuego” o en la “tierra de nadie”, o que “salimos al descubierto”.
En 1914, hacía un siglo que Europa no vivía una guerra en la que estuvieran involucradas todas o la mayoría de sus grandes potencias. Pero todo cambió tras el asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero del trono de Austria, el 28 de junio. Esa mañana, Europa estaba en paz y disfrutaba de un período de prosperidad económica y sofisticación cultural inédito. Treinta y siete días después se había embarcado en una guerra que movilizaría a 65 millones de soldados, provocaría la muerte de más de 10 millones de personas, entre militares y civiles, destruiría tres imperios y sembraría la semilla de una conflagración tanto o más salvaje apenas veinte años más tarde. Participaron todas las naciones europeas, con excepción de España, Suiza, Escandinavia y los Países Bajos. Los imperios con posesiones de ultramar apelaron a tropas coloniales y, así, canadienses, marroquíes y senegaleses lucharon en Francia, australianos y neozelandeses en el mar Egeo, indios en Medio Oriente, y en todos los frentes trabajadores chinos repararon vías férreas o abrieron caminos. El conflicto comenzó como una guerra europea, que enfrentó a la Triple Alianza (Francia, Gran Bretaña y Rusia) con las Potencias Centrales (Alemania y Austria-Hungría). Serbia, atacada por Austria, y Bélgica, invadida por Alemania, se sumaron inmediatamente. Poco después, Turquía y Bulgaria se alinearon con las Potencias Centrales, mientras que la Triple Alianza fue extendiéndose con la incorporación de Italia, Grecia, Rumania y Portugal. En el Extremo Oriente, Japón ocupó las posesiones alemanas y en 1917 Estados Unidos entró a la guerra, con una intervención que resultaría decisiva. Se combatió en todos los mares y en todos los continentes. En total participarían formalmente 23 países, entre ellos Brasil, Cuba y Panamá. La primera declaración de guerra fue la de Austria-Hungría a Serbia, el 28 de julio de 1914; la última, la de Estados Unidos a Austria-Hungría, el 7 de diciembre de 1917. Ambos bandos confiaban mucho en la tecnología. Al fin y al cabo, se enfrentaba una generación que había nacido en un mundo movido por caballos y asnos y que en 1914 vivía entre teléfonos, luz eléctrica, automóviles y aviones. Los alemanes utilizaron gases tóxicos, de efectos monstruosos pero ineficaces, y apelaron a los submarinos. Los ingleses desarrollaron los tanques, aunque los generales no supieron explotar su potencial. Es la última guerra en la que los civiles, las mujeres, los ancianos y los niños no son víctimas inmediatas y directas de la ofensiva bélica; la última en la que la retaguardia se distingue claramente de la vanguardia, porque la aviación es aún casi inexistente y los bombardeos aéreos no se han inventado. La Gran Guerra se combate mayormente desde el suelo, lanzando munición desde posiciones fijas, recurriendo al fusil y la bayoneta en la brutal lucha cuerpo a cuerpo. Alemania comenzó las hostilidades sobre la base del célebre Plan Schlieffen, que preveía una guerra rápida contra Francia para después concentrar el esfuerzo bélico en aplastar al más temido enemigo, Rusia. Sin embargo, la invasión a la neutral Bélgica provocó el inesperado ingreso al conflicto de Gran Bretaña. La ofensiva contra Francia se estancó y el frente occidental se convirtió en una guerra de trincheras, escenario de espantosas masacres durante cuatro años. A partir de ese momento, Alemania, con el apoyo de Austria-Hungría y del Imperio Turco, debió librar la guerra en dos frentes. Se luchaba también en los Balcanes, en los mares, en Medio Oriente, en Africa, en los Dardanelos y en la nieve de las montañas del norte de Italia. En 1917, Rusia capituló cuando los bolcheviques tomaron el poder, pero para ese entonces la “guerra submarina total” alemana ya había provocado el ingreso de Estados Unidos al conflicto, que sería definitivo. En noviembre de 1918 llegó el armisticio y, luego de seis meses de disputas entre las potencias vencedoras en torno a los tratados de paz, en 1919 Alemania firmó la rendición en el Palacio de Versalles, el mismo escenario en el que 45 años atrás había humillado a Francia tras la guerra franco-prusiana. El tratado buscaba impedir que Berlín se convirtiera nuevamente en una amenaza para el “equilibrio del poder” europeo, pero logró el efecto contrario: la dureza de sus cláusulas generó odio y frustración en gran parte de su población, que supo canalizar el nacional-socialismo, el movimiento creado por un ex cabo, Adolf Hitler, que sostenía que la guerra no la habían perdido las tropas sino la clase política tradicional, bajo la influencia del judaísmo. Aparecía el huevo de la serpiente.
*Periodista.