Transcribo un fragmento de Raucho, la novela que Ricardo Güiraldes publicó en 1917: “Cuando Raucho quedó trabajando en ‘El Esparto’ era ya un hombre en posesión de todos sus vigores corporales (…). Sería, más que un patrón, el compañero del gauchaje, y buscaría, como ellos, someter las dificultades más ásperas, sin temer peligros (…). Su moral de dominador, sediento de emplearse en las lindezas del macho, gustaba a los peones, dispuestos a facilitarle toda travesura”. ¡Ah, qué bello cuadro de confraternización del patrón y los peones! ¡Qué comunión, qué entendimiento! Parecen plegarse todos al fervor hoy imperante: el de la inclaudicable empatía.
Unas páginas más adelante, sin embargo, consta este otro fragmento que asimismo transcribo: “Raucho había arrancado a su padre una promesa de viaje a Europa, que el viejo aplazaba siempre, temeroso de los peligros para el muchacho. Pero vino la época de enormes subas en los arrendamientos; los agricultores ofrecían una entrada segura y mayor al interés sacado con la ganadería. Don Leandro se dejó tentar por las ofertas. Resolvieron liquidar las existencias, con ellas comprar más campo y arrendar, viviendo así tranquilos (…). Raucho, juzgando la ocasión oportuna, insistió con su viaje, quedando este fijado para de allí a tres meses”.
La ilusión de un “nosotros” sucumbe ante la disparidad entre el explotador y los explotados
Así es que Raucho se va a París a darse la gran vida.
La pretendida confluencia del patrón y los peones encuentra su límite concreto y se resuelve en bifurcación: hay uno que viaja a París y hay otros que se quedan.
Volviendo hacia atrás las páginas, releyendo aquel párrafo anterior, resaltan ahora ciertas palabras: posesión, someter, dominador. El joven Raucho añorará y regresará, pero la drástica diferencia ya está marcada en el texto. La ilusión falaz de un “nosotros” (darse todos un mismo nombre, por ejemplo: “productores”) sucumbe ante la disparidad patente entre el explotador y los explotados.