En su primer posteo como presidiaria a domicilio (privilegio que no gozan los ladrones de gallinas), el miércoles pasado, Cristina Fernández de Kirchner hizo gala una vez más del lenguaje que la describe. “¿Puedo salir o no al balcón de mi casa? Parece joda, pero no…”, escribió en la red X (ex-Twitter). Quizás, alentada por los fanáticos que ese día marcharon en su nombre hacia la Plaza de Mayo, seguía respondiendo en modo maníaco a la realidad que la afecta y que incluye una condena de seis años por sus desfalcos al Estado (la primera condena, antes de conocer nuevos fallos en varias causas pendientes, algunas más graves) y la imposibilidad de ejercer cargos públicos de por vida. Es decir, el comienzo del fin de su reinado político faraónico, al que acaso creyó imperecedero. El trastorno maníaco se define como una actitud emocional en la que se combinan euforia, exaltación, desinhibición e irritabilidad, y suele aparecer como mecanismo de negación o de defensa ante evidencias de la realidad. Cabe recordar, por enésima vez, que todo análisis político empobrece si se deja de lado la psicología de los protagonistas.
El trastorno maníaco suele aparecer como mecanismo de negación o de defensa ante evidencias
Habría que saber qué es lo que CFK considera “joda” para ver si dentro de ese término entran también los “presuntos delitos de estafa, defraudación a la Administración Pública y falsedad ideológica” por los cuales la Anses la demandó penalmente el año pasado, al observar que falseaba su domicilio, al que hacía constar en Río Gallegos cuando en realidad vivía en Buenos Aires, para agregar a su ya cuantiosa jubilación 6 millones de pesos por “residencia en zona austral”. Jubilación que, hasta noviembre de 2024, cuando fue cortada debido a su condena por la Cámara de Casación, alcanzaba, hechos los descuentos, la cifra de $ 21.728.203 mensuales. Una cosa es la joda como broma o fiesta, y otra muy distinta como una acción que perjudica a multitud de terceros. Esta jubilada millonaria con patrimonio de orígenes oscuros cobraba por esa condición una cifra insultante para los millones de jubilados que perciben retribuciones miserables y para las legiones de pobres e indigentes que produjeron sus gobiernos y el de su delfín de triste memoria. Eso no es joda (en ninguna de sus acepciones, la jocosa o la ofensiva), sino obscenidad.
El filósofo coreano Byung-Chul Han describe la obscenidad en su libro La sociedad de la transparencia como “la transparencia que no encubre nada, que lo entrega todo a la mirada”. Y, salvo para la mirada necia de sus cómplices políticos y sindicales y de sus fanáticos de a pie, la corrupción del kirchnerismo y de su jefa (que por fin comenzó a ser objeto de la Justicia) estuvo siempre a la vista, sin ocultamientos, en modo porno. La pornografía, de acuerdo con Byung-Chul Han, es el contacto directo entre el ojo y lo que este ve. Un acto en el que no hay metáfora ni simbolización. No es un término aplicable sólo a lo sexual, sino que vale para toda exhibición brutal y literal de lo que fuere. Un crimen, una estafa, un latrocinio, una violación o un desfalco en el ejercicio de actos de gobierno. El psicoanalista alemán Erich Neumann (1905-1960), discípulo de Carl Jung, sostenía que en los niveles masivos los líderes imponen y universalizan sus valores y que estos no se discuten porque en la masa desaparecen el yo, la responsabilidad individual, la capacidad de pensar y evaluar por uno mismo. Se retorna a lo atávico. La masa reprime y esconde en la sombra o inconsciente colectivo aquello que no coincide con los valores del líder, señala Neumann en su obra Psicología profunda y nueva ética. Así funcionan los populismos. Esa negación fanática y maníaca de lo pornográfico se disparó como nunca en estos días a la luz de la justicia.
*Escritor y periodista.