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Panorama // Elecciones en Francia

El legado de De Gaulle

En la primera vuelta en las elecciones presidenciales francesas el domingo pasado, el neogaullista Nicolás Sarkozy obtuvo el 31,1% de los sufragios, mientras la socialista Ségòlene Royal logró el 25,4%.

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En la primera vuelta en las elecciones presidenciales francesas el domingo pasado, el neogaullista Nicolás Sarkozy obtuvo el 31,1% de los sufragios, mientras la socialista Ségòlene Royal logró el 25,4%. Esos comicios tuvieron el más alto nivel de participación ciudadana de la historia de la V República fundada por el general Charles de Gaulle en 1958, con un nivel de votación del 85%.

Una asistencia semejante a las urnas sólo tuvo lugar en la primera ronda de las elecciones presidenciales de 1965, con una participación del 84,8% de los votantes. Allí se enfrentaron el mandatario en funciones desde 1958, Charles de Gaulle, y la figura arquetípica de la Cuarta República y de la izquierda republicana, François Mitterrand. De Gaulle logró el 44,64% de los votos en la primera vuelta, muy por debajo de sus expectativas porque esperaba, al menos, entre el 50 y el 60% de los sufragios, fundado en el criterio unanimista de la identidad francesa del “Hombre del 18 de junio” (fecha de la proclama de 1940, en la que el general De Gaulle llamó a la Resistencia y rechazó el armisticio con el triunfante Tercer Reich).

El resultado de Nicolás Sarkozy lo muestra 3 a 5 puntos por encima de lo que le otorgaba la mayor parte de las encuestas. Ségòlene Royal ha hecho la mejor elección de un candidato socialista desde la victoria de François Mitterrand para un segundo mandato en 1988. Ambas figuras rechazan el statu-quo y proponen programas de ruptura con la Francia de los últimos 20 años.

El alto nivel de participación, vinculado, probablemente, con la nitidez de la personalidad y la claridad de las opciones que presentaron los dos principales antagonistas, parece haber cerrado, por un tiempo al menos, la grieta profunda que históricamente existe entre la sociedad francesa y su Estado; la regla en ese país no es la legitimidad del poder político, siempre provisorio, frágil y sujeto a revisión, sino la quiebra constante entre la sociedad civil y el sistema de poder estatal, que periódicamente entra en ebullición e irrumpe a través de experiencias revolucionarias, como Mayo de 1968, febrero de 1936, la Comuna de 1871, y las revoluciones burguesas de 1848 y 1830. La ruptura entre la sociedad civil y el sistema político torna muy difícil hacer reformas. “Francia prefiere hacer revoluciones antes que reformas”, le dice Malraux a De Gaulle en la Hoguera de las encinas; la respuesta del fundador de la Quinta República fue: “No es que los franceses prefieran hacer revoluciones en vez de reformas, sino que la única forma que tienen de hacer reformas es a través de revoluciones”.

Estas elecciones parecen mostrar, por el alto nivel de participación y la nitidez de los protagonistas, que hay en Francia un amplio consenso sobre el agotamiento de una etapa de su historia. Estancamiento económico, parálisis social, insurrecciones juveniles, surgimiento de una nueva marginalidad y pérdida de relevancia internacional son los rasgos constitutivos de lo que es Francia hoy y de lo que ha sido en los últimos 20 años. Este parece ser el diagnóstico del sentido común de la sociedad francesa contemporánea, tanto de la derecha como de la izquierda. No es la primera vez que una situación semejante sucede en la actualidad. De Gaulle fue la excepción, pero también la coartada de la decadencia francesa. Por eso, cuando se aproxima un punto de inflexión en la historia de Francia reaparece la figura histórica del “Hombre del 18 de junio”. De Gaulle ante todo era un determinista. “Esta es la civilización del motor”, dice en L’ Armeé de Metier (1938); y nada (sociedad, estados, ejércitos) puede escapar a su época. Más aún, condición de la eficacia es amar la propia época, en lo que tiene de intransferible; la técnica, en el mundo actual. Luego, De Gaulle no era un nacionalista francés o europeo; tenía un sentido de la identidad de ese país en el tiempo; y veía a Francia y a Europa sólo en el contexto mundial. Técnica, identidad y mundo; esto es De Gaulle.

El mundo del siglo XXI es más gaullista que el que vivió De Gaulle en la década del 60. En el siglo XXI la revolución tecnológica ha hecho que el tiempo le ganara la carrera al espacio; y con la incorporación de China e India a la política y a la economía mundiales, el mundo es más mundo que nunca. En estas condiciones, para afirmar la identidad francesa, necesita cambiar; y eso, “como Francia es lo que es”, es una ruptura que equivale a una revolución.