Leo La tierra purpúrea, la burbujeante novela de W. H. Hudson, en una edición uruguaya con traducción de Idea Vilariño y prólogo de Ruben Cotelo, alguien que declara con júbilo que Hudson era del Partido Blanco y de corazón rosista. Me pregunto qué dice Bioy Casares en el enorme diario en el que anota sus conversaciones con Borges. Descubro que los dos amigos no hablan mucho de Hudson, y tampoco hablan muy bien. Borges dice que no hace falta mucho vuelo para escribir sobre Hudson, que en Inglaterra lo ponen en su lugar de escritor menor, que macaneaba mucho y que le parece que el escocés Cunninghame Graham, otro amigo de Conrad que se ocupó de las pampas, era “más exacto y de una categoría superior”.
Me sorprendieron esos comentarios porque contrastan con la Nota sobre The Purple Land que aparece en Otras inquisiciones, un texto muy favorable en el que Borges sostiene que ninguna de las obras de la literatura gauchesca aventaja a The Purple Land y termina afirmando, en una frase que se ha usado hasta el cansancio para vender a Hudson, que es “de los pocos libros felices que nos han deparado los siglos”.
De todos modos, Borges le perdona la vida a Hudson en otra referencia del mamotreto de Bioy. Dice de él: “Era un escritor simpático. No el mejor escritor del mundo como sostenía Martínez Estrada: eso es una locura y la frase no puede aplicarse a nadie.” La balanza se equilibra y las críticas adquieren un sentido que tiene que ver con la trama de esas charlas, con su relación con la vida literaria argentina, sus personajes y sus chismes, charlas en las que las descalificaciones hacia los colegas superan ampliamente a los elogios. No es muy arriesgado concluir que Borges no quería denostar a Hudson sino a Martínez Estrada, un escritor que lo irritaba.
Del carácter frecuentemente insidioso de las conversaciones entre Borges y Bioy se ocupa La ceremonia del desdén, libro póstumo y reciente de Luis Chitarroni dedicado al voluminoso Borges. Chitarroni sugiere (entre las mil ideas que el libro le despierta) que cuando Borges se ocupaba de escribir prólogos y otros encargos editoriales no empleaba “lo más vívido de su ensayismo”. La idea se podría aplicar al texto sobre Hudson, pero en el potente y abigarrado ensayo de Chitarroni las ideas están siempre en estado fluido, como si fueran las pompas de jabón de una imaginación erudita y desbocada. En el rubro chismes, por ejemplo, Chitarroni se anota con la sospecha de que tanto Borges como Bioy eran hijos bastardos, uno del poeta vecino Evaristo Carriego y el otro de Enrique Larreta, el autor de la poco gloriosa Gloria de don Ramiro.
Pero en terrenos más elevados, Chitarroni arriesga una idea no totalmente novedosa, pero acaso formulada por primera vez de un modo rotundo. En la página 96 desliza que Borges, en su calidad de gran razonador, “hace un movimiento en los cuarenta que va a cambiar el sistema de valores de la literatura.” Tras una página y media de suspenso (Chitarroni era un ávido lector de policiales) aparece la idea escamoteada, que consiste en haber desplazado a partir de El jardín de los senderos que se bifurcan la literatura hasta llevarla “fuera del fundamentalismo narrativo”. Chitarroni lo dice en su estilo barroco (uno nunca está seguro de estar entendiendo) pero siempre iluminador.