No sé si algún libro me salvó la vida. En forma directa seguro que no, digo, así como esas Biblias en el bolsillo del saco que terminan deteniendo un balazo. Eso no me pasó. Más bien creo que fue al contrario. Una vez casi me caigo de un ferry cruzando a la isla de Chiloé por querer agarrar unas páginas que se me volaron de una edición descuajeringada de Las memorias de Adriano. No era un libro adecuado para mi etapa de mochilero místico. Demasiado ademán clásico de Yourcenar, mucha frase cadenciosa, mucha sintaxis estirada por la traducción de Cortázar hacia una languidez que pretendía ser de triclinium romano, pero era más de chaise longue y biombo con cisnes. Yo estaba más para Kerouac o Celine, pero todavía no me los había encontrado, así que en la cubierta del ferry en vez de mirar el gran océano del mundo me quise hacer el intelectual, el introspectivo frente a una mochilera argentina, y se me voló medio capítulo del libro. Fue como un manotazo de Dios sacándome el libro de las manos, para que levantara la vista y le prestara atención a esa mujer. Pero yo fui tras mis páginas y casi me caigo al agua. De todas formas, la figura del antihéroe casi siempre funciona.
Quizá una recopilación de cuentos de Cortázar me ayudó a vivir. No sé si me salvó la vida, pero sin duda me ayudó a atravesar los meses de la soledad extrema de la mentira. Yo había largado el Ciclo Básico que había estado cursando para entrar supuestamente en Medicina; ya había largado, pero todavía no lo había contado en mi casa. No quería desilusionar a nadie, ni a mí mismo. Me tomaba todas las mañanas el 37 a Ciudad Universitaria y cuando llegaba iba directo al bar. Lo importante era ir a algún lado para salir de casa y simular. Y si iba a Ciudad Universitaria, la mentira se hacía más chica. Seguía yendo a la facultad, aunque ya no cursara. En ese bar, desde donde se veían el camalotal del río y unas ratas del tamaño de carpinchos, empecé a leer por primera vez de una manera distinta. Empecé a leer los cuentos de Cortázar como los chicos cuando desarman un juguete. Quería ver cómo estaban hechos por dentro. Dónde estaban los trucos. Cómo hacía el autor para hacer pasar al lector del lado A al lado B sin que se diera cuenta, dónde estaban los vasos comunicantes de ambas dimensiones, cómo estaba armada esa cinta de Moebius hecha sólo con palabras. La noche boca arriba, Lejana, Axolotl, Las puertas del cielo, Continuidad de los parques... leía esos cuentos deslumbrado y lleno de curiosidad. Esa concentración en algo lejano a mi mentira diaria me tiene que haber hecho bien, sin duda.
Una antología de poemas reunidos de Joaquín Giannuzzi también me ayudó a pasar un invierno personal. Antes de cumplir treinta años me di cuenta de que mi poesía ya no me servía para vivir. Mi imaginario poético medio nerudiano, de ciclos naturales, constelaciones, la Mujer con mayúscula, el sistema solar, mi bestiario lírico, todo eso no tenía nada que ver conmigo, con mi vida de casado, deudor de impuestos, bajando en ascensor, viajando en subte al centro. Estaba alienado, mi poesía trataba de cantar por un lado y yo mascaba bronca por otro. Hasta que encontré al gran Giannuzzi y me topé con sus poemas de departamento, poemas cerebrales, urbanos, tabacosos, argentinos. Poemas de gente viendo televisión, gente insomne, gente que escucha disparos en la cuadra, de noche. Poemas en los que suena el teléfono a las tres de la mañana.
Finalmente se podía hablar de lo horrible de la vida desde la perplejidad del misterio. En eso había una redención, en la pregunta, en no saber, en entregarse al miedo y la oscuridad agarrado a las palabras. Giannuzzi, o su poesía, o ese libro en particular, me salvó del silencio.
Y después está el libro que a uno siempre le va salvando la vida, el libro imaginado, premeditado, el que uno lleva en la cabeza y todavía no escribió. Es un libro que está en el aire, que abarca la totalidad, es como una atmósfera dentro de la cual uno respira con la sensación de que todo se puede escribir, todo sirve, hasta las ridiculeces vergonzosas del día, la sombra más mínima que proyecta el pensamiento, y los grandes temas también, la filosofía del devenir, porque la vida entera va a entrar en la novela que uno tiene en mente, el tiempo desde el principio hasta el final. Todo sucede de golpe en el libro venidero, explota la trama en todas las direcciones posibles y uno vive sobreviviendo dentro de esa posibilidad.