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El lobo Maicol

Maicol quería “sanar al mundo”, pero también miraba intenso a la cámara de Scorsese y decía: “Soy malo, lo sabés” (Bad, 1987).

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Maicol quería “sanar al mundo”, pero también miraba intenso a la cámara de Scorsese y decía: “Soy malo, lo sabés” (Bad, 1987). Era el sueño americano en fast forward: un niño negro enrulado que crece para convertirse en una mujer blanca lacia. Maicol fue trans antes del trance inclusivo; en su época no había Lady Gagas haciendo de porristas de los freaks.

Sin propaganda positiva, ser un monstruo era una vocación de soledad y, como todos los monstruos, parecía natural que Maicol se recluyera en su propia aldea. La sociedad era nefasta, por eso prefería a los niños, apenas dañados por ella; como el cuento del gigante egoísta, Maicol los invitaba a su paraíso venido de otro cuento infantil, Neverland, la tierra de Peter Pan donde nadie crece jamás. Un Peter Pan que, de tanto en tanto, se manda la mano a la entrepierna con un gritito.

En el cuento contemporáneo, el sortilegio se activa cuando alguien existe en una pantalla y luego, mágicamente, en persona. El documental Leaving Neverland entrevista a los niños encantados por la pócima letal de la fama del cantante: con pornográfica claridad, los abusos de Maicol salen a la luz. La sociedad tiene un dilema: ¿debemos cancelar a Maicol? Es como querer cancelar al Lobo Feroz de Caperucita, pero nuestra pequeña libertad consiste en que cada cual elija qué cuento consume. Imperiosa y explosiva, su música es un cuento de hadas con una moraleja para padres: no dejen dormir a sus hijos con un extraño, aunque sea alguien conocido como Michael Jackson.