Leo Una excursión a los mapunkies, de Agustina Paz Frontera, crónica de un viaje al sur argentino y chileno en busca de los mapuches que hacen hip hop como forma de lucha contracultural. El libro es ligero, informativo, recolecta voces y simpatiza moderadamente con la militancia. En la contratapa la autora cuenta que el proyecto surgió de una monografía universitaria; después de aprobada por los profesores, se la dio a leer a María Moreno, quien le sugirió aligerarla y sacarle las referencias teóricas para publicarla como libro. “Contalo más beat” le dijo Moreno, y Paz Frontera le hizo caso. En vez de citas de Foucault tenemos ahora frases rítmicas como “Un sorbo de agua, la última chupada al helado, segura de mi voz, segura de mis tetas”.
Mientras yo leía a Agustina Paz Frontera y me preguntaba si su nombre no sería un seudónimo alusivo a la conquista del desierto, Subrayados, de María Moreno –una recopilación de artículos cuyo tema es la lectura– resultó el ensayo más votado por los escritores en la encuesta anual de Ñ. A Moreno la eligieron desde Horacio González hasta Edgardo Cozarinsky, lo cual muestra que es querida y admirada en todo el espectro ideológico de la cultura nativa. Se lo merece: escribe bien, es amena y personal como pocos periodistas argentinos.
A veces es brillante, como en la nota sobre Pnin, de Nabokov. Pero además este libro, que no habla (diría que deliberadamente) de hechos políticos actuales, parte de un acuerdo sobre la delimitación del campo cultural que la autora representa. Moreno lo hace explícito cuando escribe: “Es cierto, hay patrias en donde cagarse, otras en donde no caben juntos Rodolfo Walsh y el Tigre Acosta”. Walsh es el héroe de Subrayados y las páginas menos atractivas del libro tienen que ver con un panegírico de la vida doméstica del escritor y guerrillero en la clandestinidad, escritas en un tono almibarado inusual en Moreno (y que contrastan, por ejemplo, con sus matizados comentarios sobre el Che Guevara).
El problema es que ese territorio pacífico y ordenado, en el que la tolerancia y el feminismo conviven con la admiración por la militancia setentista, acaba de ser puesto en cuestión por un libro extraordinario, que dinamita desde adentro los tranquilos parámetros del progresismo literario. Me refiero a la novela El desmadre, de Pablo Farrés, autor de otro libro notable: Literatura argentina. De entrada, Farrés escribe: “Era lo que decía Evo, que todas las mujeres que luchaban por la patria debían hacerse embarazar por el maestro Gelman y parir entonces toda una generación destinada a la gloria de la guerra y la poesía. [...] Las discusiones que se daban en el interior del grupo [por suerte, de paso, Farrés dice “en el interior” y no “al interior”] giraban en torno a si la leche de Gelman era más conveniente que la de Urondo, la de Walsh o la de Conti”.
Y en el resto construye una pesadilla erótico-política con la que se compromete de un modo absoluto, en contraste con el cinismo de Osvaldo Lamorghini (única comparación posible), y en la que queda en evidencia que Rodolfo Walsh y el Tigre Acosta sí pertenecen a una misma patria entre cuyos aspirantes a escritores predomina la servidumbre voluntaria. En el reciente affaire Milani resuena con fuerza la fantasía del Desmadre.