La Humanidad con mayúscula conoce pocos casos de personas capaces de caer desde alturas increíbles y vivir para contarlo: Nicholas Alkemade, el artillero de cola que la noche del 23 de marzo de 1944, después de haber lanzado toneladas de bombas sobre Berlín, fue alcanzado por un caza alemán y cayó 6 mil metros sin paracaídas, para amortiguar el impacto gracias a las ramas de unos abetos y 46 cm. de nieve; Juliane Koepcke, quien el 24 de diciembre de 1971 volaba en un avión con su madre sobre la selva peruana cuando el aparato sufrió un accidente debido a una tormenta y sobrevivió a una caída de más de 3 mil metros; la azafata serbia Vesna Vulovic, quien 26 de enero de 1972 sobrevivió a la caída de su avión desde 10 metros de altura; el estadounidense Alan Magee, quien 3 de enero de 1943 fue abatido por un caza alemán sobre Saint-Nazaire y con el paracaídas inutilizado por la metralla cayó desde 6.000 metros sobre el techo de vidrio de la estación fertroviaria de la ciudad, que amortiguó su caída. Pero hay también un marinero anónimo al que las realizadoras Amanda Forbis y Wendy Tilby dedicaron una película que este año compite por el Oscar al mejor cortometraje animado: The Flying Sailor.
La mañana del 6 de diciembre de 1917 los ciudadanos de Halifax, en la provincia canadiense de Nueva Escocia, fueron testigos de la mayor y más destructiva explosión provocada por el ser humano que el mundo había visto hasta ese día. Un barco noruego, el SS Imo, que viajaba con destino a Nueva York para cargar alimentos hacia Bélgica, ocupada por los alemanes, chocó con un barco mercante francés, el Mont-Blanc, que transportaba 2.300 kilos de explosivos dirigidos a Francia. El Mont-Blanc, previendo el choque, intentó de cambiar de rumbo, pero ya era demasiado tarde: la proa del barco noruego se empotró contra el buque carguero abriéndole un agujero en estribor, y debido a una chispa provocada por el golpe, el barco comenzó a arder. Conscientes del peligro y sin tener aparatos anti-incendios a bordo, los tripulantes primero intentaron hundir el barco, pero al ver que eso era inútil, abandonaron la nave y remaron para dar aviso a todos lo que pudieran. El Mont-Blanc, ya a la deriva, se acercaba al muelle y a la zona comercial y financiera de Halifax. El incendio duró 20 minutos, atrayendo a varias personas curiosas, sin tener conciencia del peligro, y al poco tiempo el Mont-Blanc explotó. Murieron dos mil personas y resultaron heridas nueve mil.
Un marinero inglés que caminaba por el puerto fue lanzado por la onda expansiva de la explosión dos kilómetros en direción al cielo. Sobrevivió por la misma razón que sobrevivieron todos sus sucesores: porque tuvo suerte, esencial para cualquier logro. Forbis y Tilby imaginan los pensamientos que atacaron al marinero en pleno vuelo, cuando, dicen, cerca de la muerte, uno ve desfilar la vida delante de los ojos.
Extrañamente, como detalle encantador, el marinero volador, en todo su viaje por el cielo, nunca pierde el cigarrillo que tenía en la boca al momento de la explosión. Pierde el sombrero, las ropas, vuela desnudo como un pájaro, pero nunca suelta el cigarrillo que tiene entre los labios. No sé qué significará eso. (3197 cc)