Por fin, uno se imaginaba libre el fin de semana de la litigiosa y monotemática tenaza informativa de Alberto-Cristina. Un respiro a ese culebrón de intereses personales, ambiciones no resueltas y egos controvertidos.
Se podía avanzar en otros folletines, el insólito lanzamiento presidencial de María Eugenia Vidal, quien, después de una insistente resistencia oral desde que perdió las elecciones como gobernadora, emerge del silencio con la fantasía de la Casa Rosada. Nada dijo de la economía, de la política, menos del virus o las vacunas –en ese olvido se inscribe en la misma y distraída agenda de Cristina– y ahora difunde un libro en Córdoba, para mostrar su aspiración federal, en el que delata su aspiración presidencial y el mínimo ámbito en el que vive (según ella, en un modesto PH).
O sumergirse también en el viaje de un ministro tibetano a Europa, el monje Guzmán, quien parece retraído a las indicaciones de Cristina (sea en los montos del IFE, la política monetaria expansiva o en la búsqueda de más plazo para pagar la deuda).
Ambos casos ofrecen abundante intriga para el fisgoneo. Pero uno debe desviarse: el dúo gobernante no cede en sus pleitos y, desde la densa marcha de los grupos sociales del jueves pasado, se ha vuelto a remover ese conflicto sordo y eterno, quizás insoluble, que los domina: Cristina y Alberto renovaron la confrontación, cada vez más nerviosos.
Atrevido sería afirmar que la vice estimuló la última movilización por la 9 de Julio, un desfile numeroso y cuidadosamente organizado, casi de profesionales militares por el sustento logístico.
Hay que puntualizar ese expertise. Pero, al revés de Alberto, a Cristina no le molestó la marcha; por el contrario, fortalece su preocupación ante un advenimiento de mayor protesta social y su demanda por una cobertura de auxilio adicional a esa legión de pobres: teme perder las elecciones, sobre todo en la provincia de Buenos Aires que designó como feudo y bastión.
Para la viuda de Néstor, la continuidad del drama y cualquier estallido le pueden explotar en su contra en los comicios de medio término. Por lo tanto, quiere más plata en la calle para mitigar la desolación del 42% de pobres. Su reclamo, por supuesto, acelera un proceso de inflacion ya desencajado.
Diferencias. Con un criterio distinto, Alberto discrepa: claro que me importa el resultado de los comicios, dice, pero soy presidente, y la prioridad es sofocar el virus, estabilizar la economía y sostener la política austera que trata de imponer Guzmán. No en vano, para la simbología oficial, se encargó de distribuir una fotografía con su ministro como novatos jugadores de paddle en la celebración de su cumpleaños.
Mensaje obvio que pretende postergar un desenlace de jaque mate: por más que se aumenten los fondos para el rubro social podándole recursos al sector productivo, la realidad es que cada vez hay más pobres. De esa ecuación siniestra no se sale emitiendo mucho más, así cree Guzmán con terquedad ante la solicitud de Cristina. Claro que tanto él como Alberto disponen de otros tiempos e imperativos: ellos no están apremiados por situaciones judiciales, al revés de la dama, quien imagina complicándose su vida en tribunales si le ocurre cualquier traspié político este año.
Sospechas. De ahí que también vocifere contra la postulación de Florencio Randazzo en las venideras elecciones de la provincia de Buenos Aires. Ya le quitó votos una vez su ex ministro, le costó la presidencia al cristinismo. Ni siquiera alcanzó en ese momento la mediación de Carlos Zannini, presunto tutor de Randazzo. Pero la ira no proviene hoy de esa venganza, tiene otra índole: ella se ha convencido de que, detrás de la candidatura de su ex ministro del Interior, esta la bendición del propio Alberto, un propósito de dividir al núcleo peronista que le dio en herencia a su vástago Máximo. Casi una traición. A Cristina no le van a contar que el emprendimiento interno a su fracción pretende una alternativa a la grieta, una tercera vía, un objetivo contemporizador ante tanto enfrentamiento. Demasiado idealismo: hace tiempo que atendió las versiones de esa movida de Alberto no favorable a sus intereses.
Pero ahora incorporó otros datos recientes. No es casualidad para ella que Roberto Lavagna haya recibido a Randazzo en su finca de Cañuelas y le prometiera solidaridad electoral (se sabe que Lavagna gusta de Guzmán por su heterodoxia y, por ende, del mismo Alberto). Tampoco se ha desmentido que, un rato antes de su periplo al campo del ex ministro y productor agropecuario, Randazzo pasó por Olivos y tuvo diálogo fecundo con Fernández a pesar del aislamiento sanitario que condenó al mandatario a vivir en la casa de huéspedes.
En un caso, hay fotos. En el otro, no. Cristina consigna, además, como motivo de malestar, que haya asistencia para el candidato por parte del intendente Juan Zabaleta (Hurlingham), quizás porque son amigos de antaño o por razones políticas no reveladas. Es de imaginar la sensible combustión de la dama frente a estos acontecimientos.
Según dicen y venden, Máximo es menos combativo que la madre y se presta a la conciliación, tanto que ha tendido líneas con su grupo camporista para una propuesta nacional y popular que integre al cristinismo con piezas vitales del macrismo y quizás de los radicales: intentan firmar un documento conjunto y, si es necesario, viajar a Nueva York o adonde sea para pedir una extensión del plazo para pagar la deuda con el FMI en 20 o 30 años. Mencionan en ese proyecto dialoguista a Vidal, Ritondo, Monzó, Lousteau, Nosiglia –quizás el hombre de la UCR con quien más conversan– y su colección de peronistas. Nadie rechaza esa iniciativa, ya que pagar no es una condición de la argentinidad, pero el ministro Guzmán, en su amable tono religioso, ya mandó a pedir que vuelen un poco menos.
Por el vértigo, claro.