La carrera misógina de Fernando Iglesias está en su mejor momento. Tanto que varias legisladoras presentaron un pedido de expulsión, lo que avivó aún más el fuego porque muchos salieron a respaldar al diputado.
Lo que se había iniciado como un debate para saber por qué hombres y mujeres habían visitado la quinta de Olivos en distintas etapas del aislamiento obligatorio para reunirse con el Presidente es llevado al derrape más bajo por los dichos de Fernando Iglesias, que no dudó en hablar de escándalo sexual en varias oportunidades.
Un tuitero empedernido, con una más que mediocre tarea como legislador, premiado con un cuarto lugar en la lista de candidatos de Juntos.
¿Qué queda de Fernando Iglesias si le sacamos sus provocaciones permanentes llenas de discurso de odio y misoginia? Poco y nada, algo muy parecido a un adolescente de varias décadas atrás que dibuja penes grandes sobre los manuales de historia. Es un ejemplar de otros tiempos, atrasa medio siglo y ni siquiera encaja en esa derecha que se esfuerza por presentarse como moderna, pero siempre muestra la hilacha. El problema no es solo él, sino todos los que lo defienden y simpatizan con su discurso, un sector de la sociedad que sigue naturalizando la violencia de género.
La actriz Florencia Peña fue una de las víctimas de ese discurso de odio y anunció que irá a la Justicia.
La repercusión no solo está dada porque ella es una figura pública. Está lleno de Florencias Peñas anónimas. Las mujeres estamos acostumbradas a esas acusaciones directas o veladas, a las sospechas permanentes sobre nuestro comportamiento, en cualquier oficina o comercio, en la Ciudad de Buenos Aires o en La Quiaca. Por eso los dichos de Iglesias generan tanto repudio, es el hartazgo de todas.
La dimensión política se agiganta con el transcurso de los días no solo porque el legislador no pidió disculpas sino porque asistimos a una catarata de declaraciones públicas de solidaridad con esos mensajes violentos. El show debe continuar, en las pantallas o en la búsqueda de un click en los portales. Iglesias, el preferido de Mauricio Macri y Patricia Bullrich, no está solo, hay un desfile fanfarrón y machista que lo escolta.
Lo que aparece al desnudo, además, son los mecanismos típicos de la violencia machista más rancia.
Por un lado, la construcción de escenarios promiscuos donde la mujer obtiene algo a cambio de favores sexuales (las mujeres son todas putas es la música de fondo de esta premisa del machirulo elemental).
Por el otro, cuando ese discurso violento es señalado, en lugar de una disculpa se reafirma con la excusa del humor. El diputado Jorge Enríquez fue uno de los primeros en justificar los dichos de Iglesias y en un comunicado señaló que “el humor es una válvula de escape pacífica ante los abusos de poder”.
“Fue solo un chiste”, “era una joda” o “no tenés sentido del humor” son las armas clásicas con las que mientras se alega inocencia se vuelve a acusar a la víctima, esa mujer que no entiende un chiste. ¿Qué pensará el diputado Enríquez cuando alguien involucre a sus hijas, hermanas o sobrinas señalando que protagonizan un escándalo sexual? ¿Qué será de su sentido del humor?
El año pasado el diputado nacional Juan Amieri se vio obligado a renunciar a su banca. En plena sesión vía zoom y, por creer que no estaba conectado, apareció besando los pechos de su novia. Una de las tantas situaciones que se vivieron en pandemia en todo el mundo y un hecho que ameritaba alguna sanción. La rapidez punitiva de la Cámara fue inédita, se lo suspendió y se iba a pedir su expulsión. Sin embargo, el discurso violento de Fernando Iglesias genera algunos respaldos y muchas tibiezas.
Más de cultura patriarcal: aceptamos la violencia machista y sancionamos el goce sexual. Discutimos si está bien o mal que un legislador insulte a mujeres, pero nos horrorizamos sin excepción con otro que besa. La cultura patriarcal también es la que reprime el disfrute sexual, lo detesta y sanciona.
*Escritora y periodista.