“Sí –confirmó Dunraven–, fue un vagabundo que, antes de ser nadie en la muerte, recordaría haber sido un rey o haber fingido ser un rey, algún día.”
“Abenjacán El Bojarí, muerto en su laberinto”, de Jorge Luis Borges (1899-1986).
La Ciudadela es un barrio pesado, de taitas, muchachos bravos del viejo Abasto y un paisaje de casitas bajas, con esos muros de la cancha de San Martín sobresaliendo por encima de todo. En ese exacto lugar, el 24 de septiembre de 1812, Manuel Belgrano le ganó una batalla clave al ejército realista con más coraje que estrategia militar. Una característica propia de la región desde los tiempos de los indios Quilmes, tan capaces de rechazar durante un siglo a las fuerzas del imperio inca que llegaban para reclamar su diezmo y, años más tarde, repetir la historia frente a los conquistadores. Pueblo duro el tucumano, áspero, difícil de llevar por delante.
En esas calles crecieron los dos sobrinos de Emilio Ale Alí, un boxeador de los sesenta que supo pelear con Monzón y se paseaba vestido con impecable traje blanco, sombrero y zapatos al tono. Uno, Angel, se ganó el respeto a las trompadas. Pronto se convirtió en líder de la hinchada del club que los pitucos de Atlético llaman con infinito desprecio “El Ciruja”. Hace poco más de veinte años, la barra del Mono emboscó a un referí porteño camino al aeropuerto y lo agredieron de una manera que... no me atrevo a describir. Conocido el hecho, estalló una huelga nacional de árbitros: el fútbol no se paró sólo por la oportunísima aparición del SADRA, el sindicato de Guillermo Marconi.
Rubén, el menor, siempre lo siguió a Angel como a una sombra y se contagió de su valor. Estuvieron en la cárcel. Tienen fieles amigos y enemigos mortales entre los presos, la Policía y los políticos.
Para todos son el Mono y la Chancha.
Provocan un respeto muy parecido al terror. Nada puede perturbar más a un tucumano que tener problemas con cualquiera de los dos. Ellos, los hermanos Ale, responsables de este boom deportivo de San Martín, brillante ganador de cuatro ascensos en cinco años, desde la liga tucumana a la Primera, siempre a cancha llena y de la mano de Carlos Roldán, un técnico audaz que siempre jugó con línea de tres en el fondo. El gran ídolo del equipo es el Ratón Ibáñez, un punta vertical y goleador.
Conocí a los Ale en 1996, cuando dirigía un grupo de prensa y Bussi asumía su segunda gobernación, esa vez gracias a los votos. Había sido el Mono, con una automática en cada mano, el que definió para siempre la rivalidad con Los Gardelitos, condenándolos al exilio. Una cicatriz en su cuello de Tyson quedó como recuerdo de la tarde caliente en la que se cosieron a balazos en El Bajo. La exhibió con orgullo en cuanto entramos en confianza. Angel me hablaba e intentaba acomodar la desmesura de su cuerpo en el traje oscuro de empresario. Los detalles de oro, cadenitas o anillos, daban testimonio de prosperidad. Sus casas de juego con maquinitas, en aquel tiempo, inundaban la ciudad.
La Chancha, Rubén, no curtía ese look de gángster telúrico. Lo suyo era la bailanta; los trajes amarillos o celestes, amplios como carpas. El infaltable revólver plateado desaparecía bajo el cinturón, sumergido en el voluminoso abdomen. Todavía comanda un ejército veloz, con notable capacidad operativa: los autos de Cinco Estrellas, la remisería más importante de la provincia.
El general los odiaba y ellos odiaban al general.
El Mono, harto de la competencia desleal de las casas de juego truchas que no pagaban impuestos y recaudaban “para la corona”, denunció a quienes reconocía como a sus dueños: un grupo de comisarios en actividad. El clima se puso denso. Una noche, un agente detuvo a un chofer de Cinco Estrellas y lo encerró en un calabozo. La Chancha entró en acción. Medio centenar de autos rodearon la comisaría; hubo gritos, insultos, algún tiro. Como en una peli de cowboys, el remisero fue rescatado.
Bussi, furioso, respondió a su estilo. Al otro día, una enorme topadora amarilla apareció estacionada en la puerta de la casa de Gobierno. El misterio lo develó una conferencia de prensa: “Este es un mensaje para los Ale. La próxima vez que alteren el orden público, ¡los paso por arriba con la topadora!”, dijo, con voz grave. Macondo puro.
Los Ale respondieron: “Bussi tiene las manos manchadas de sangre; es un represor, un genocida, un torturador. Si algo nos pasa, ya saben de quién es la culpa”. La guerra continuó como en una pelea de porteños: mucho amague, empujones, amenazas, exhibición de metales, algún balazo. Nada extraordinario. Después, el escándalo de las cuentas suizas y el tiempo lo fueron tapando todo.
El Mono y la Chancha disfrutan de su estatus de hombres de negocios. Hace semanas presentaron oficialmente el proyecto de reforma del estadio y posaron sonrientes junto al gobernador Alperovich, que aportó un milloncito. Rubén, frustrada dos veces su ambición de ser legislador, es desde agosto de 2006 presidente electo del club. En 2003, cuando penaban en el torneo provincial, con Angel fundaron Gerenciadora del NOA, la empresa que maneja todo su fútbol profesional. María Inés Rivero, ex de la Chancha, es vicepresidenta, vocera y encargada de las public relations.
Los Ale le escapan al contacto con la prensa, tanto o más que su antiguo enemigo, Bussi, juzgado junto a Menéndez por secuestros, torturas y crímenes. Al viejo dictador se lo ve enfermo, deteriorado, vencido. Su fría mirada de ojos celestes se apaga lentamente mientras la divisa de los pesados del Abasto se codea hoy, quién diría, con la elite, el dinero grande; ese mismo poder perdido para siempre.