La única vez que vi a Elisa Carrió, hace ocho años, ya se había convertido en monstruo. Hablaba para una platea de ancianos en Colegiales. Decía que nos iba a salvar el hipertexto. Proponía una ley contra la violencia verbal. Decía: “Violencia no es cuando alguien te golpea.” Me deprimió mucho.
Con el tiempo conseguí entender a Carrió en su condición de monstruo: una criatura enaltecida por el sufrimiento que injustamente le infligieron los humanos. A la humillación electoral y la consiguiente deserción de minions, se sumó el ataque sucio del Gobierno y otro cotidiano de miles que la consideraban enemiga porque era gorda, fea, honesta y loca.
Lo que no te mata no necesariamente te hace más fuerte, pero al monstruo gótico sí. La criatura de Frankenstein, los vampiros, incluso los zombies –a quienes ese algo los mató, pero no del todo– tienen más fuerza que nosotros. La fuerza es el atributo de Hulk, el único superhéroe con poderes que es un monstruo. Y Batman, el único superhéroe sin poderes, no es estrictamente un monstruo, pero está convencido de serlo y alienta esa convicción regodeándose en su pasado traumático.
Traumas mayores pudieron crear otros monstruos, pero no sucedió; Cabandié debería ser un monstruo y no es, es un empleado. Ni siquiera Estela Carlotto es un monstruo, porque con la maldad no hacemos nada, malo puede ser cualquiera. Carrió es el monstruo de nuestra época, fue forjada así por sus contemporáneos –aunque ella crea que fue Dios– y quiere lo que todo monstruo: defender un lugar en la tierra que las personas le niegan y ella, que recuerda su origen humano, no está dispuesta a ceder. Como la bestia de The Host, y como Cristo, el monstruo encarna las infracciones de los demás. Exhibe su deformidad como los engendros de Freaks; celebramos no ser como ellos, pero después en casa no podemos pensar en otra cosa, porque sí somos como ellos, aunque nuestras partes de monstruo estén ocultas. La vigencia de Ignatius Reilly, el héroe monstruo de La conjura de los necios, tiene que ver con eso: lo despreciamos hasta que nos damos cuenta de que somos fatalmente parecidos. El buen monstruo conserva algo humano para que entendamos que con nosotros pasa lo mismo al revés: algo monstruoso tenemos.
Voy a votar a Carrió, voy a votar al monstruo. No la votaría para que gobierne, porque los monstruos piensan torcido: si quieren ser menos mosca, meten a su novia en el telepodo sin preguntarle qué le parece. No quiero que me hagan eso. Como Brundlefly, Carrió alterna entre la brillantez y el delirio, pero su brújula moral está clavada en la dirección correcta. Ah, pero el monstruo no sabe construir. No sé, no lo quiero para eso. Para edificar escuelas no llamamos a King Kong; para defendernos del Tiranosaurio sí.
En estas elecciones votamos legisladores. No se me ocurre mejor hábitat que el Congreso para un monstruo bueno y Carrió es buena, o al menos, en sus actos, no ha demostrado lo contrario. Habrá que ver qué vestigio judeo-cristiano nos impulsa a asignarle bondad al monstruo que sufre, y al que no sufre suponerlo extraterrestre, pero es así. ¿King Kong vs. Los usurpadores de cuerpos? Queremos que gane el que sufre. Si sufren los dos se complica –la muerte de Oswald Cobblepot es trágica por eso– pero éste no es el caso. Sólo podemos elegir entre candidatos robóticos, con la corbata bien puesta, que destruyeron el país, y el monstruo que se quedó sin nada, pero nos defendió todo el tiempo. No veo mucho espacio para la duda.
En una sociedad normal, Carrió viviría en Oprah. Pero la sociedad argentina no es normal, y el único que dice la verdad es el monstruo: “Si alguien repite el discurso del poder es usted, Fernández Díaz.” Nadie, ni Lanata, le concede al monstruo la verdad verificable que acaba de decir, porque temen que la turba los confunda, que los traten también a ellos como monstruos. Todos luchan por sobrevivir; el monstruo es el único que lo intenta sin cagar a los demás.
La nobleza del monstruo gótico le queda grande a Carrió porque en Argentina lo romántico fue reemplazado por lo grotesco. Pero ambas cosas pueden combinarse, como en Darkman, de Sam Raimi. Al final de la película, Darkman se enfrenta con el burócrata bien kirchnerista que le destruyó la vida, luchan. El villano queda suspendido boca abajo, en lo alto de una obra en construcción, Darkman lo sostiene del tobillo. El villano no pierde la compostura, apela al remordimiento de Darkman, ex-científico; sabe que no podrá matarlo a sangre fría. Le dice: “No vas a poder vivir con eso en tu conciencia". Darkman, lo que queda de él, una ex persona, sin cara y sin esperanzas, le contesta:
—Estoy aprendiendo a vivir con muchas cosas.
Y lo suelta.
* Escritor y cineasta.