Seguiré con el tema de la columna de la semana pasada acerca de las ciencias sociales y la filosofía. Tomaré un nuevo atajo. Escribí que la filosofía tiene que ver con el NO. Karl Jaspers nos enseñó que la filosofía nace de tres estados de ánimo. El asombro metafísico acerca de que las cosas sean. La duda ante las verdades indiscutibles. Las situaciones límites que nos hacen preguntar sobre el sentido de la vida. Por eso, la pregunta y la interpelación al Ser, la Verdad y la Vida, son las fuentes del filosofar. A estos principios les agrego el NO.
No hay filosofía sin este no. La filosofía nace con Platón, es decir con su Maestro ágrafo Sócrates. Fue el primero en considerar que la era de la sabiduría había caducado. Los Maestros de la Verdad, fueran poetas, reyes, sacerdotes, adivinos y legisladores como Solón, desaparecieron en la noche de los tiempos. Platón vive en la Polis democrática diseñada por la reforma de Clístenes, en donde los poetas cobran por su versificación, como Simónides, y los sofistas por su conocimiento, como Protágoras.
Son tiempos de secularización en los que la palabra escrita circula entre pares y en donde el conocimiento es exotérico, es decir público. La decadencia de la era de los sabios es la aurora que anuncia a estos nuevos personajes destemplados llamados filósofos.
Es el momento del ejercicio de la filosofía, de un tipo de práctica limitada y perecedera por ser escrita, que requiere para su complementariedad el acto incierto de la lectura. La relación de “phylia”, de amistad, que se daba entre maestro y discípulo, se desplegaba en el diálogo. El maestro, de acuerdo con las imágenes platónicas, era un partero de almas, y conducía a su discípulo, por medio de preguntas, al conocimiento de las nociones en su verdad translúcida.
Escritor y lector, por el contrario, son dos seres solitarios cuyo desencuentro se oculta por un texto común. Platón desprecia esta labor insuficiente. Crea su Academia para reestablecer la vieja costumbre en la que maestros y alumnos compartían un mismo espacio.
Leer un diálogo de Platón es una experiencia auditiva. Por supuesto que se trata de un monólogo, ya que la condición de existencia de un texto así lo determina, pero la escansión de las frases, el ritmo de la prosa, si bien ya no nos devuelve la escena viva de Sócrates con los jóvenes, nos entrega algo sin duda importante: el pulso de la filosofía.A Platón se lo lee y se lo escucha. Es letra y música. Déjense llevar por la rapidez de los intercambios de puntos de vista. Deténganse ante la brevedad de las interrogaciones socráticas. Observen cómo interpela a sus interlocutores, recorta las respuestas y distribuye los méritos. Escuchen la melodía del desafío y la armonía de la discordancia.Es la tecla del NO la que suena. Es la novena nota de la escala musical. Es el NO a la presunción del sabio. Sócrates es quien desafía a los expertos a que nos muestren la verdad de la justicia, la del coraje, la del conocimiento, la del bien. El sujeto supuesto saber del que nos habla Lacan y que permite el amor de transferencia, aquí se diluye. Claro que hay un SI, es el que no se alcanza con las palabras, el del sol que de tanto brillar enceguece, el del espacio fuera de la caverna que nadie habita.
La gran invención de Platón es la filosofía, es decir el NO a los que saben. Pero no es un canto a la oscuridad. Sin duda que el camino del Logos debe darnos claridad. El hilo de Ariadna debería guiarnos por el sendero y no perdernos en los laberintos ideados por Dédalo. Pero no sólo de Logos vive el hombre. Jean Pierre Vernant y Marcel Detiene, quienes nos ayudaron a descubrir una nueva Grecia y comprender las condiciones políticas para que naciera el género literario llamado filosofía, nos hablan de otra categoría: la “metis”.
Metis es inteligencia astuta, la que debe desenvolverse en un mundo flexible, ambiguo, incierto, impredecible, no sólo en todo lo que concierne a las técnicas artesanales, sino el de la política, el del olfato comercial, la medicina, el de la navegación con sus vientos cambiantes. Para ese mundo no alcanza la coherencia, la racionalidad reposada, el principio de no contradicción, el rigor demostrativo. No es el de la univocidad sino el de las circunstancias y contingencias que requieren de una inteligencia práctica, que Aristóteles llamó “prudencia”, en el sentido de capacidad para discriminar lo conveniente en las situaciones cotidianas.
Escribí la semana pasada acerca de la pretensión positivista de las ciencias sociales que insisten en llamarse “ciencias”, y advertí que en lo que concierne a la conducta humana el ideal de experimentación y verificación del paradigma científico está en manos de la farmacología, la ingeniería genética, la bioquímica y la neurología, disciplinas que anhelan ocupar el sitial de futuras auténticas ciencias sociales.
Por ahora, decía, presenciábamos en nuestras casas de estudios dedicadas al análisis de la sociedad y la comunicación una mezcla de populismo y marxismo que elucubra sus solemnidades teoricistas entre Capusotto y Althusser. Desde mi punto de vista no está mal mezclar códigos, por el contrario, el puritanismo académico de los futuros comunicólogos es el primero en aterrorizarse ante la cultura de masas, que condena por mala, y encomia la popular, que bendice por buena. El problema comienza con la canonización y la consagración ideológica que captura para su cesto moral a un Olmedo y no a un Hugo Sofovich, a un Tato y no a un Dringue Farías, o a un Polémica en el Bar, a un Capusotto y no a un Fabio Alberti, para no hablar de los olvidados Juan Verdaguer y el recientemente fallecido Hugo Guerrero Marthineitz.
Todo es captura para la causa del higienismo progresista. Por otra parte, agregando otra página a este panorama, dicen los colegas de este diario de la sección “Escritores” que están hartos de opinar cada semana sobre cualquier cosa y se espantan ante la posibilidad de convertirse en opinólogos.
Por eso vuelvo a Platón y a su idea de la “recta opinión”, que es el del conocimiento aplicado a un mundo cambiante, conjetural, probable, es decir, el nuestro. Los expertos se enojan porque los opinólogos nos metemos en todo, Platón nos llamaba “philodoxos”, un término aplicado a este saber intermedio entre la opinión o doxa y el saber o episteme, un saber híbrido útil para la caverna, el mundo de las sombras, el de las apariencias mudables, el del devenir.
El otro gran instrumentador de la filosofía del NO, Federico Nietzsche, decía que no hay que creer en lo que uno piensa, buen consejo para quienes salen a la pesca con sus redes de captura para ver si, vestidos con su escapulario, consiguen alguna nueva presa para legitimar su “contemptus mundi”, el horror al mundo, desde la tinellización al cambio climático.
El NO de los antiguos philodoxos es el SI de los filósofos de hoy.
A Fogwill.
*Filósofo (www.tomasabraham.com.ar).