En el último 7 de septiembre se produjo un hecho que constituía una desagradable sorpresa para el arrogante y altivo paseo político del Gobierno, frente a su posible creencia de que podría ir por todo, a costa de desairar y despreciar alianzas y acuerdos, desechando los imprescindibles diálogos.
Ese hecho se convirtió en una casi tragedia: una derrota electoral de magnitud.
Utilizó frente a ajenos e incluso hacia sus propios aliados la omnipotencia, la humillación y el insulto.
Todo ello, apoyado en logros macroeconómicos que fueron indiscutibles bajando la inflación y devolviendo estabilidad a las cuentas públicas, a costa de achicar fuertemente el Estado, postergando deudas, suspendiendo la obra pública, así como desterrando, bienvenido sea, la intermediación de la ayuda social.
Quizá, con la posible convicción de que este proceso merecedor de ponderación dentro y fuera del país bastaba para conjurar cualquier retroceso.
No obstante, a este costado económico le faltaba el imprescindible ingrediente político.
La búsqueda del equilibrio fiscal y la baja de la inflación constituyen, está visto, condición necesaria pero no suficiente, requiriendo su implementación la complementariedad de transformaciones en la estructura económica (la ley Bases cercenada por la oposición populista, por ejemplo) , y/o por otro lado, la atención de los reclamos de sectores sensibles en la sociedad, como los discapacitados, los médicos del Hospital Garrahan y la educación, cuya atención hubiera sido posible, dada su menor incidencia en el enorme gasto público consolidado. Quizás atender estos reclamos hubiera evitado innecesarios conflictos y pavimentado el camino hacia la comprensión de la imprescindible perentoriedad de reforma del quebrado sistema previsional.
A menos de dos años de haber asumido, el Gobierno sufrió su primera gran derrota. Se derrumbaron las acciones y los bonos argentinos y tanto el dólar como el riesgo país emprendieron vuelo. Se esfumaba la autoimagen del mejor gobierno de la historia, enfrentando un escenario de muy difícil pronóstico.
Mientras tanto, la población no embanderada sino en su deseo de vivir en una Argentina digna de ser vivida, lejos de la pesadilla populista que aquejó al país con algunas breves intermitencias en los últimos ochenta, cincuenta, veinte años, atraviesa, al igual que el resto de los argentinos, por un lado la delicadísima realidad económico-política del país, pero por sobre todo la posibilidad del ocaso de la esperanza, del final de ese mal sueño que creía factible. No obstante, la realidad pinta distinta.
En octubre, acecha, de no corregir errores, el síndrome del “pato rengo”, que determinaría en el siguiente bienio una torturante marcha de gobierno sin poder.
Para realimentar la ilusión, debe en primer lugar terminar con la lucha intestina. El inmediato siguiente, poner en la gestión, además de la imprescindible idoneidad, empatía y humildad.
Por su parte, quien es el visible conductor de la indudable gran victoria y posible candidato presidencial del populismo en el año 2027, el actual gobernador de la provincia de Buenos Aires, fue el ministro de Economía más intransigente del ciclo K, cuya gestión en las estatizaciones de las empresas privatizadas podría costarle al país miles de millones de dólares.
En este contexto, el populismo triunfante en los últimos comicios no está exento de incurrir en el error, entre otros, de la soberbia. En tal caso, quizá debería evocar la respuesta de su eterno líder, quien, al ser consultado en su exilio madrileño sobre qué haría para volver al gobierno, respondió: “Yo no haré nada. Todo lo harán mis enemigos” (Clarín 9-9-25). Tal como ha ocurrido en estos tiempos.
Lamentablemente.
*Economista. Presidente honorario de la Fundación Grameen Argentina.