“En los cafés vieneses se estimaba, por datos fidedignos, que los rivales estarían en condiciones de enfrentarse una vez más en el campo del honor al cabo de tres semanas. Se esperaba algo realmente extraordinario en materia de duelos.”
Joseph Conrad (1857-1924); de “El duelo” (1902), capítulo 2.
Hace veinte años, metido en la aventura de La Prensa de Amalita y con la vana ilusión de competir con el Clarín de Ernestina, la otra gran viuda nacional, casi mato de un infarto a los pocos lectores que le quedaban al diario más antiguo del país. No recuerdo si fue por falta de espacio, de sensatez, o si alguien se olvidó de pegarlo. Pero en una infausta noche de cierre tardío, lo dije: “Dejá, que no vaya, total…”. Y no salió el Santoral.
¡Para qué! Fue un escándalo.
Un pequeño ejército de veteranos leales colapsó las líneas e inundó de cartas la redacción. “Herejes” era lo más suave que decían. Tenían razón. La idea era cambiar todo, pero mientras debíamos cuidar esa base de fieles lectores. Una tenaz Selección Sub 90 que ya no podía leer las columnas de Ramón Camps y no estaba dispuesta a tolerar esa afrenta. Mea culpa.
Por alguna razón recordé esa historia cuando vi la foto de Obama con Raúl Castro en la Cumbre de las Américas, sonrientes, tirándose flores. Y pensé en la salud y los nervios de tanta gente mayor en Miami –y otros más jóvenes, fans de la hora del té– que desde hace décadas sueñan con buenas, es decir, malas noticias sobre Fidel; acciones del Alpha 66, otra Bahía de Cochinos, cosas así. ¿Un presidente negro que en nombre de Estados Unidos le extiende su mano al hermano del dictador? Ah, no. ¡Las cosas que, con alaridos y carteles, le dedicaron a Omaba & his mother en la Sawesera y Little Habana! Wow. Los tiempos han cambiado, muchachos. Y cómo.
Tanto cambian, que al histórico River Plate le salvó la ropa un club mexicano 18 años más joven que Rodolfo D’Onofrio, su presidente. Un equipo que bien pudo tener a Borges como simpatizante: por llamarse Tigres –obsesión tan borgeana como los laberintos, los espejos y el misterio del tiempo– y por su uniforme amarillo, el único color que a veces distinguía entre la bruma gris que lo envolvía.
El oro de los Tigres fue oro puro para el negocio de la Libertadores, que a punto estuvo de quedarse sin River. ¿Qué lo evitó? Un desangelado triunfo de local frente a los bolivianos de San José de Oruro, que llegaron en medio de una huelga y luego de pasar la noche en un micro; y el furioso partido que los suplentes de los suplentes del equipo de Borges le hicieron a Juan Aurich, en Perú.
Fue un 5-4 de potrero, pero que salvó el honor de Tigres –que reservó a sus cracks para el clásico local contra Rayados de Monterrey y ni siquiera completó el banco de suplentes– y el de sus futbolistas, a quienes veían como a una banda de inútiles. Lógica pura: “En la Copa hay que ser inteligente y si tenés chances de dejar afuera a un grande, lo limpiás, como sea”.
El “ser inteligente” es otro amable eufemismo futbolero que, traducido, significa sacar ventaja aun a costa de la ética y el perjuicio a terceros. Sirve como complemento de otro axioma fundacional: “El fútbol es para los vivos”. Amen.
Para Boca, con puntaje ideal, lo “inteligente” era jugar a media máquina contra los chilenos de Palestino y dejar que ellos, obligados, hagan el gasto. Ganarles significaba jugar octavos contra el peor de los segundos: River. Un choque precoz que todos imaginaban en instancias finales.
¿Entonces? Horas de tele, charlas de café: todo girando sobre el mismo tema. ¿Nos conviene, ahora? ¿Dejará la organización que un grande sea eliminado tan rápido? ¿Qué harán los jugadores? ¿Serán “inteligentes”? Ay.
Tanto bla, bla para nada. Boca, que jugó mal el primer tiempo y no por su decisión, se despertó en el segundo y ganó, 2 a 0. Listo. A jugar con River: el domingo 3 de mayo por el torneo local y los miércoles 6 y 13, por la Copa. Y todos quieren subirse a esa montaña rusa. Ya.
A Diego Cocca le hubiese venido bárbaro leer El duelo, de Joseph Conrad; o ver Los duelistas, filmada por Ridley Scott en 1977, que contaba la misma historia: dos tenientes de húsares en tiempos napoleónicos, ensimismados por una enemistad eterna, íntima, irrenunciable. Quizá hubiese entendido mejor la intensidad simbólica del clásico barrial y no habría metido la pata con eso de “prefiero perderlo y pelear el título”.
Se trata de una historia encriptada, situada más allá de contextos y objetivos finales. En cada duelista persiste ese código de honor que los mantiene indisolublemente unidos, complementarios, dependientes uno del otro. ¡Nada más deseado y más temido que ese “otro”! Un odio tan pasional que no es otra cosa –¡oh, santo Von Clausewitz!– que la continuación del amor por otros medios. Piénsenlo.
Tres superclásicos en diez días. Un exceso Será imposible eludir el aluvión de rumores, prejuicios, sospechas, chicanas, protestas, polémicas. La moneda girará en el aire, caerá y veremos una de sus dos caras. Y parecerá eterno hasta que el vuelo se repita, circular.
¿Quién gana?
Si algo necesita River para salir del sopor en el que cayó luego de entregar todo para eliminar a Boca, es otro desafío a todo o nada. Lo mismo para Boca, que tratará de revalidar viejas paternidades y vengar la humillación de la Sudamericana. Será parejo. Impredecible.
En tiempos líquidos de odios profundos y candidatos light, a muchos no nos vendría tan mal alejarnos de la cómoda neutralidad y elegir. Como un juego privado. Tomar partido hasta mancharse, como Celaya. A favor de un rasgo, una idea, cierta identificación: algo. No sólo en contra, como ya se nos ha hecho carne. Intentémoslo.
Quién sabe. Tal vez ese divertimento banal despierte algo en nosotros; cosas que creíamos dormidas para siempre.