COLUMNISTAS
LA PLATA, CIUDAD DE LOCOS

El oro y el bronce

La estética de la celebración no me atrae. Detesto los festejos masivos, las multitudes repletas de colados y arribistas, los discursos sensibleros, los cantitos pícaros y el exceso de cotillón.

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“No se trata de ser el primero, sino de llegar con todos y a tiempo.”

León Felipe (1884-1968)

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La estética de la celebración no me atrae. Detesto los festejos masivos, las multitudes repletas de colados y arribistas, los discursos sensibleros, los cantitos pícaros y el exceso de cotillón. Por el contrario, es la imagen de la derrota –las lágrimas de Maradona en aquella final perdida del Mundial de Italia, por ejemplo– la que logra fascinarme; por lo abismal del conflicto, la tensión poética que subyace y una visión algo trágica de la vida. No es tan raro: soy de Racing.

Sin embargo, las gestas protagonizadas por los equipos platenses me han emocionado hasta las lágrimas. Primero Gimnasia, salvado milagrosamente en el minuto final cuando la derrota y el descenso parecían inevitables. Después Estudiantes, campeón de la imposible Copa Libertadores, como hace 40 años. Dos conquistas épicas que pasarán a la historia por agónicas, sorprendentes y políticamente incorrectas. Para ellas no podía haber –ni hubo– fiestitas de cuarta. La cosa fue en serio. En ambos casos hubo amor; y el amor, se sabe, es lo único importante en esta vida, muchachos. Todo lo demás es consuelo.

Gimnasia empezó la temporada casi descendido. La cosa pintaba tan mal que varios ex jugadores de la casa, amantes de las causas perdidas, se juramentaron volver sólo para salvar al club de sus amores. Debieron descontar muchos puntos, sufrieron como parturientas, se salvaron del descenso directo en la última fecha y en Rafaela, en el primer partido por la Promoción... se comieron tres. Chau.

Ay, ay, ay. Nada hay peor que perder así, en un flash, con todo para ganar. Lo supo Brasil en el Maracanazo de 1950, Herminio Iglesias después del cajón en llamas; Carrascosa, que otra vez tuvo que armar el bolsito, y ahora los jugadores de Atlético, dos goles arriba faltando tres minutos y con un hombre de más, insólitamente liquidados por dos cabezazos de Niell, un delantero de... 1,62. Horror.

La resurrección estalló con la pasión contenida que provocan los amores esquivos y la entrega de su gente fue conmovedora. ¿Que el premio era un modesto último lugar en la fila? Quizá. No me importa. Cuando está en juego el ser, uno es… o deja de ser. Y resulta que a la sufrida gente de Gimnasia se le cantó seguir siendo. Brindo por ellos.

Estudiantes es un club bárbaro. Es cierto que para consagrarse en los años 60 quitaron del medio a mi amado Equipo de José (y se ganaron mi odio de niño), pero su peso histórico es importantísimo. Todo nació con Osvaldo Zubeldía, un entrenador injustamente estigmatizado, atacado como pocos. Su estrategia de jugar aprovechando la ley del offside fue calificada como “antifútbol” mientras que cuando la usó Menotti pasó a ser un “achique ofensivo”, estandarte del fútbol progre. Mirá vos.

Poco ha ayudado a la reivindicación histórica de aquel equipo el irritante discurso de Bilardo, el hombre que ignora la metáfora. Una lástima, porque jugaban bárbaro. Tenían a Poletti en el arco, mezcla de Gatti y Chilavert en un mal día; a Madero, médico y pianista, que salía jugando a lo Beckenbauer; a Flores como creador, y arriba, suelto, a la Bruja, Juan Ramón Verón, un zurdo hábil, zigzagueante y goleador. Con él ­–gracias a él–, ganaron tres Libertadores y una Intercontinental en Old Trafford, contra el Manchester United. Wow. ¿Qué se sentirá ser tan, pero tan grande? Eso debe haber fantaseado Seba, su hijo y máximo fan, cada vez que llegaba a la cancha de su mano. ¿Alguna vez lo sabría?

Juan Sebastián Verón es, lo he dicho ya, un caso extraordinario: un tipo de jugador enorme, superior incluso a su propio talento. Lo que hoy significa para propios y extraños no es, creo, comparable con ningún otro futbolista. El padre fue solista, él es compositor; el padre fue el arma secreta para alcanzar la victoria, él es un líder. El proyecto mismo.

Volvió de Europa con 30 años, millonario y con la misma idea que sus colegas y amigos Piojo López, Simeone y Kily González; retirarse en el club de sus amores. Pequeño detalle: el único que seguía en el primerísimo nivel como para seguir facturando allá, el único que de verdad podía elegir, era él. Y eligió. Lo ilusionaba algo más importante que el oro o el bronce. Quería probarse. Quería ser como su papá.

No es por la copa, entonces. Ni por las banderas, las multitudes y el balcón o los previsibles elogios. Es sólo por aquel sueño tan imposible y cumplido que yo celebro a Juan Sebastián Verón, señores. Esa medalla sí es sólo suya, campeón.