En el paisaje de una economía en la que por cada certeza sembrada se multiplican las dudas, hubiera sorprendido que las organizaciones sindicales no se manifestaran. Lo hicieron algunas pocas, condicionadas por una nueva ruptura de la CGT –hubo muchas en la historia–. Al punto de que solo la numerosa calle logró compensar la escasa consistencia del palco de la familia Moyano, acompañada, no obstante, de algunos de sus compañeros históricos y referentes de movimientos sociales. Algo más lejos del palco, el apoyo de connotados intendentes del conurbano bonaerense pertenecientes a Unidad Ciudadana, y diputados y ex funcionarios del Frente para la Victoria, alcanzaron para completar la imagen de una voluntariosa aspiración a la unificación de un polo opositor a la administración Macri. Difícil por ahora concebir que el grueso de la CGT y el peronismo de los gobernadores se integre a esta unidad.
Que el Gobierno minimice la significación –y el número– de la movilización es de manual. Peligroso sería que se lo creyera y sobreactuara el ninguneo. No tanto por lo que es y representa el liderazgo de Moyano, figura central del acto, pues está claro que su discurso no es de ruptura, no patea el tablero, sino solo posiciona mejor sus piezas en él. Más bien debiera tenerse en cuenta lo presente por ausente en la ordenada y pacífica revuelta: el invisibilizado extremo de la pobreza del trabajo informal, la desocupación y la marginalidad, pero también la sufriente clase media, aprisionada en su flaco presente, entre la foto de un pasado al que no quiere volver y un futuro, que por ahora, se muestra como un negativo velado.
Urge por parte de la política en su conjunto, pero especialmente desde aquéllos que ostentan las principales responsabilidades ejecutivas, una palabra que sea capaz de iluminar el rumbo de tantas cosas: el país necesita tener en claro dónde está parado y hacia dónde va. No como respuesta inmediata a carencias y ansiedades acumuladas en décadas de decadencia, pero sí como perspectiva de mediano y largo plazo, la que precisamente haga de esa postergación tan solo un mal recuerdo.
Frente a la falta de ese mensaje, que acompañe los malos tragos de la hora, se yergue un palco que nada parece aportar a esa necesidad de opciones reales. Esta protesta puede servir para destacar un mojón de advertencia, pero poco o nada para cimentar acuerdos duraderos que ayuden a pensar y resolver las cuestiones de fondo, tanto en el plano de la economía como en el de la sociedad y de la cultura.
En esa falta de discurso se unen el palco de los Moyano y el Gobierno: expresan variantes en parte enfrentadas, en parte concertadas, de una dirigencia política y social que debe aún pegar un salto cualitativo para inspirar en el pueblo un crecimiento, una maduración del sentimiento colectivo, que logre rebasar la violencia que nos encierra y disminuye.
Resulta alentador que en el día después, se haga saber por todas partes que hay puertas entreabiertas entre los sectores que parecen enfrentados. Pero uno se pregunta: ¿para qué se cruzarían esos umbrales? Es ahí donde deseamos que los diferentes sectores que organizan y expresan a la sociedad encuentren la agenda estratégica, la de las grandes cuestiones de siempre, desde la inflación de la economía que parasita el valor de la moneda, hasta la hinchazón de la ley formulada, aplicada y celebrada, cuando por miedo a la anarquía se precipita en autoritarismo regresivo.
Ante estos desafíos, ¡qué poco nos ha dado el escenario de la protesta! Defensa y reivindicación de Moyano, –por su parte y la de los otros oradores–, mezclada con consignas gastadas. El remate del líder camionero en las agudas palabras de Octavio Paz pone en negro sobre blanco el sentido inicial de la convocatoria: recordarle al Gobierno que la taba se puede y se dará vuelta algún día. Esto nos deja solo una disputa de poder entre las manos. Falta saber qué en esa disputa, puede conformar un horizonte compartido.
*Ex senador. Filósofo.