COLUMNISTAS

El padre de los Glass

Esta noche estoy convencido de que todo ‘buen’ consejo literario es como los de Louis Bouilhet y Max Du Camp, que le impusieron Madame Bovary a Flaubert.

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Esta noche estoy convencido de que todo ‘buen’ consejo literario es como los de Louis Bouilhet y Max Du Camp, que le impusieron Madame Bovary a Flaubert. Muy bien, así que entre los dos, con su gusto exquisito, le hicieron escribir una obra maestra. Acabaron con la posibilidad de que alguna vez escribiera todo lo que tenía en el corazón. Murió como una celebridad, la única cosa que no era.” La frase es de Seymour: An Introduction y corresponde a una carta que Seymour Glass, el más genial de una familia de genios, le escribe a su hermano Buddy.

No sé si J.D. Salinger murió o no como una celebridad. Aunque llevaba cuarenta y cinco años sin publicar y treinta de no dar entrevistas, seguía siendo obligatorio en la escuela americana. Salinger hizo todo lo posible por atenuar su fama al impedir biografías, testimonios, secuelas y versiones cinematográficas, en particular de El cazador oculto. Hemos visto una infinidad de Holden Caulfields en la pantalla, pero siempre con otro nombre. Con Herman Hesse, fue el gran escritor de la adolescencia en el siglo XX y Holden, angustiado y harto del mundo de los mayores, nos ronda incluso bajo las formas de Harry Potter o de Lisbeth Salander.

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La relectura del libro (Salinger es cómodo, un fin de semana alcanza para toda la obra) me produjo cierta desazón: lo encontré demasiado blando, pacato, condescendiente, virtuoso, neoyorquino de clase alta. Pero la saga de los Glass, que se despliega a lo largo de otros nueve relatos, más minoritaria y menos valorada, envejeció mejor. Repasemos. Después de una serie de trabajos de juventud, en 1948 Salinger publica A Perfect Day for Bananafish en The New Yorker, en el que se cuenta el suicidio de Seymour Glass. Pero el apellido del personaje no importa aún. Sigue un puñado de cuentos (con y sin Glass) que ratifica que el talento de Salinger es de primera calidad, que puede escribir tan bien como Fitzgerald o Capote. Sigue luego The Catcher... y su colosal éxito (la novela lleva vendidos 65 millones de ejemplares). Salinger está en la cima. Pero después todo empieza a cambiar por su propia voluntad: se casa, se aísla en un pequeño pueblo y sus nuevos relatos, además del toque zen que insinuaban los ya publicados, incluyen discusiones explícitas de dos temas que acosan al autor. Uno es la religión, de la que tiene una visión sincrética y cambiante y que atraviesa desde el cristianismo hasta distintas filosofías y prácticas orientales. Ya Teddy, un cuento muy sorprendente de 1953, tiene como protagonista a un vidente y sabio de diez años nacido en una familia idéntica a los Glass. El otro tema es la integridad del artista, la diferencia entre “los poetas y la gente que escribe poemas”, y la improbable presencia de la belleza en el mundo del arte contemporáneo: “¿Has visto alguna vez una puesta realmente bella de, por ejemplo, El jardín de los cerezos? No digas que sí. Nadie la ha visto. Puedes haber visto producciones ‘inspiradas’, producciones ‘competentes’, pero nunca algo bello”.

La familia Glass (en adelante, el tema exclusivo de la obra de Salinger), compuesta por personajes de una fuerza y una nitidez propias de una novela rusa, es el laboratorio para estas disquisiciones y sus apabullantes paradojas: la contradicción entre el elitismo y la santidad, entre la genialidad de los personajes y su autoexigencia destructiva, la relación de amor-odio con el público. En estos textos, Salinger puede ser latoso, hasta santurrón, pero no hay nada parecido en la literatura posterior, escindida definitivamente entre autoayuda, entretenimiento y arte alto. Salinger se negó a ser una estrella y un falso profeta. Murió sin conceder otra obra maestra que no lo conformara. Dicen que siguió escribiendo y tal vez sepamos algún día qué más les sucede a los prodigiosos hermanos Glass.