Gracias a Miguel de Unamuno y al gran Alfredo Lepera, entre otros, sabemos que nadie puede desembarazarse fácilmente de su pasado. Por eso la historia es tan apasionante, y es a la vez tan complejo sostener una mirada analítica, objetiva y cabal sobre hechos relevantes (muchas veces, traumáticos) de la experiencia de una sociedad. Con Marc Bloch aprendimos que el pasado interpela nuestro presente, y viceversa: desde nuestros problemas de hoy surge el interés, a veces la obsesión, por entender cómo llegamos hasta acá. Lo que vivimos informa nuestras ideas, nuestras percepciones, nuestras preocupaciones. Por más que intentemos generalizar o simplificar algunos diagnósticos, y utilicemos conceptos exageradamente englobadores, en la práctica conviven una pluralidad de voces y de matices sobre cuestiones que integran y muchas veces han forjado nuestra identidad como nación.
La cuestión de los desaparecidos, en general del terrorismo de Estado, constituye para los argentinos a la vez un terreno de consenso y de continuas disputas. Desde el Juicio a las Juntas y del basamento moral que significó la Conadep y el Nunca Más, la renacida democracia argentina parecía iniciar un camino novedoso hacia el respeto irrestricto por los derechos humanos en función de una noción realista de Justicia y verdad. Obviamente eso no ocurrió en el marco de las retracciones sufridas como consecuencia de los alzamientos militares y el debilitamiento del gobierno de Alfonsín, profundizado por la crisis económica.
Los indultos de Menem dejaron una herida profunda pues no estuvieron acompañados de un esfuerzo efectivo por promover el reencuentro y una pacificación genuina, sino que fueron sedimentando como un acto de impunidad. Esto explica el éxito político y simbólico del kirchnerismo y su denso vínculo con los organismos de DD.HH. y con los segmentos políticos y sociales más preocupados por esta problemática tan vigente como vital.
En este sentido, es evidente que el caso Maldonado debe ser analizado en el contexto de este duro y delicado debate, que forma parte de la famosa grieta y que tiñe las interpretaciones sobre este hecho aún impune, nueva expresión de un Estado fallido en materia de seguridad ciudadana. Uno de los elementos más preocupantes es, a mi juicio, la profunda desconfianza y las enormes dificultades para dialogar y escucharse que tienen los principales actores involucrados en este conflicto, que entorpece el esclarecimiento de esta desaparición y la politiza de la peor manera.
Bolsones autoritarios. El sociólogo chileno Manuel Antonio Garretón señala que, en contextos de democratización, existen espacios de la sociedad en los que permanecen resabios de autoritarismo. El desarrollo político, económico y social nunca es homogéneo: siempre conviven por algún tiempo fragmentos de “lo viejo” con la fuerza y el ímpetu de los nuevos vectores de cambio. Como tan convincentemente analizó Raymond Williams en Palabras clave. Un vocabulario de la cultura y la sociedad (Nueva Imagen, 2003), conviven elementos residuales con otros dominantes, mientras que siempre aparecen algunos emergentes que con el tiempo incrementan su peso relativo. Tampoco hay un direccionamiento único, sino que los procesos políticos pueden sufrir reversiones parciales o incluso totales.
Los bolsones o enclaves autoritarios a menudo residen en entornos institucionales formales (como las fuerzas armadas y de seguridad, los servicios de inteligencia o algunos segmentos de la Justicia y de la burocracia estatal). En otras, se trata de espacios sociales (medios de comunicación, iglesias, organizaciones de la sociedad civil). Lo cierto es que estos resabios autoritarios pueden aflorar en cualquier momento en función de conflictos que los tienen directa o indirectamente como protagonistas. Un encadenamiento reciente de hechos violentos pueden ser examinados con esta perspectiva: métodos anacrónicos que sugieren que determinadas ideas y valores de corte autoritario, incluso totalitario, siguen teniendo vigencia y encuentran apoyos en sectores ideológicamente diversos, de izquierda a derecha.
Por ejemplo, un caso reciente, absurdo y revelador, es el del genocida Miguel Etchecolatz, que a sus 88 años, seguía cobrando su sueldo de la Policía Bonaerense hasta hace unos días. Dos días después, asaltaron a un testigo protegido de la causa por la que fue condenado a perpetua. Once años antes, desapareció Jorge Julio López tras brindar testimonio en su contra. Una cadena de locura y mecanismos violentos que trasciende los años y los gobiernos. Por otro lado, una bomba repleta de clavos que explota en la sede de Indra, empresa a cargo del conteo de votos, días antes de las elecciones. Esta semana, explotan dos bidones de combustible junto a sendos autos frente al Ministerio de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, organismo que lidera Cristian Ritondo y que, justamente, acababa de exonerar a Etchecolatz.
Un arco político muy importante de nuestro país, que canta “Macri, basura, vos sos la dictadura”, está sin embargo convencido de que Nicolás Maduro no es un dictador. Mete preso a líderes opositores y dirigentes estudiantiles, cierra medios de comunicación, reprime salvajemente las protestas (por lo menos 150 víctimas fatales), disuelve el Congreso luego de avalar el fraude en la elección de Constituyentes, tiene obvios lazos con el narcotráfico y se sustenta en las fuerzas armadas. Sin embargo, resulta que la información está “tergiversada por los medios hegemónicos”; o en realidad se trata de una cuestión que “es más compleja”; y, sobre todo, tenemos que respetar “la autodeterminación de los pueblos”. ¿Cómo es posible semejante contradicción en los estándares?
Ojalá podamos pronto debatir en serio cómo enriquecer nuestra cultura democrática, de qué manera eliminar estos enclaves autoritarios, cuál es la forma más adecuada para promover más y mejor participación ciudadana para que el proceso deliberativo exprese la pluralidad de voces e informe la política pública. Ojalá podamos pronto, también, consolidar un Estado de derecho pleno, con recursos humanos y tecnológicos adecuados, para que no haya nunca más desaparecidos ni impunidad.
Hasta que no resolvamos estos temas esenciales, tratemos de evitar distracciones absurdas. Por eso, la próxima vez que alguien me hable del
Mundial 2030, me voy a reprimir, pero no podré evitar pensar: “¡garrote, garrote, garrote!”.